1994 -- Año de la
familia
Carta a las
familias del Papa Juan Pablo II
Amadísimas
familias:
1.
La celebración del Año de la familia [1994] me ofrece la grata
oportunidad de llamar a la puerta de vuestros hogares, deseoso de saludaros con
gran afecto y de acercarme a vosotros. Y lo hago mediante esta carta, citando
unas palabras de la encíclica Redemptor hominis, que publiqué al comienzo de mi
ministerio petrino: El “hombre es el camino de la Iglesia”1.
Con estas
palabras deseaba referirme sobre todo a las múltiples sendas por las que el
hombre camina y, al mismo tiempo, quería subrayar cuán vivo y profundo es el
deseo de la Iglesia de acompañarle en recorrer los caminos de su existencia
terrena. La Iglesia toma parte en los gozos y esperanzas, tristezas y
angustias2 del camino cotidiano de los hombres, profundamente
persuadida de que ha sido Cristo mismo quien la conduce por estos senderos: es
él quien ha confiado el hombre a la Iglesia; lo ha confiado como “camino” de su
misión y de su ministerio.
La familia -
camino de la Iglesia
2.
Entre los numerosos caminos, la familia es el primero y el más
importante. Es un camino común, aunque particular, único e irrepetible, como
irrepetible es todo hombre; un camino del cual no puede alejarse el ser humano.
En efecto, él viene al mundo en el seno de una familia, por lo cual puede
decirse que debe a ella el hecho mismo de existir como hombre. Cuando falta la
familia, se crea en la persona que viene al mundo una carencia preocupante y
dolorosa que pesará posteriormente
durante toda la vida. La Iglesia, con afectuosa solicitud, está junto a quienes
viven semejantes situaciones, porque conoce bien el papel fundamental que la
familia está llamada a desempeñar. Sabe, además, que normalmente el hombre sale
de la familia para realizar, a su vez, la propia vocación de vida en un nuevo
núcleo familiar. Incluso cuando decide permanecer solo, la familia continúa
siendo, por así decirlo, su horizonte existencial como comunidad fundamental
sobre la que se apoya toda la gama de sus relaciones sociales, desde las más
inmediatas y cercanas hasta las más lejanas. ¿No hablamos acaso de “familia
humana” al referirnos al conjunto de los hombres que viven en el mundo?
La familia
tiene su origen en el mismo amor con que el Creador abraza al mundo creado, como
está expresado “al principio”, en el libro del Génesis (1, 1). Jesús ofrece una
prueba suprema de ello en el evangelio: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su
Hijo único” (Jn 3, 16). El Hijo unigénito, consustancial al Padre, "Dios de
Dios, Luz de Luz”, entró en la historia de los hombres a través de una familia:
“El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo
hombre. Trabajó con manos de hombre, ...amó con corazón de hombre. Nacido de la
Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a
nosotros excepto en el pecado”3. Por tanto, si Cristo “manifiesta
plenamente el hombre al propio hombre”4, lo hace empezando por la
familia en la que eligió nacer y crecer. Se sabe que el Redentor pasó gran parte
de su vida oculta en Nazaret: “sujeto” (Lc 2, 51) como “Hijo del hombre” a
María, su Madre, y a José, el carpintero. Esta “obediencia” filial, ¿no es ya la
primera expresión de aquella obediencia suya al Padre “hasta la muerte” (Flp 2,
8), mediante la cual redimió al mundo?
El misterio
divino de la encarnación del Verbo está, pues, en estrecha relación con la
familia humana. No sólo con una, la de Nazaret, sino, de alguna manera, con cada
familia, análogamente a cuanto el concilio Vaticano II afirma del Hijo de Dios,
que en la Encarnación “se ha unido, en cierto modo, con todo
hombre”5. Siguiendo a Cristo, “que vino” al mundo “para servir” (Mt
20, 28), la Iglesia considera el servicio a la familia una de sus tareas
esenciales. En este sentido, tanto el hombre como la familia constituyen “el
camino de la Iglesia”.
El Año de la
familia
3.
Precisamente por estos motivos la Iglesia acoge con gozo la iniciativa,
promovida por la Organización de las Naciones Unidas, de proclamar el 1994 Año
internacional de la familia. Tal iniciativa pone de manifiesto que la cuestión
familiar es fundamental para los Estados miembros de la ONU. Si la Iglesia toma
parte en esta iniciativa es porque ha sido enviada por Cristo a “todas las
gentes” (Mt 28, 19). Por otra parte, no es la primera vez que la Iglesia hace
suya una iniciativa internacional de la ONU. Baste recordar, por ejemplo, el Año
internacional de la juventud, en 1985. También de este modo, la Iglesia se hace
presente en el mundo haciendo realidad la intención tan querida al Papa Juan
XXIII, inspiradora de la constitución conciliar Gaudium et spes.
En la fiesta
de la Sagrada Familia de 1993 se inauguró en toda la comunidad eclesial el “Año
de la familia”, como una de las etapas significativas en el itinerario de
preparación para el gran jubileo del año 2000, que señalará el fin del segundo y
el inicio del tercer milenio del nacimiento de Jesucristo. Este Año debe
orientar nuestros pensamientos y nuestros corazones hacia Nazaret, donde el 26
de diciembre pasado ha sido inaugurado con una solemne celebración eucarística,
presidida por el legado pontificio.
A lo largo
de este año será importante descubrir los testimonios del amor y solicitud de la
Iglesia por la familia: amor y solicitud expresados ya desde los inicios del
cristianismo, cuando la familia era considerada significativamente como “iglesia
doméstica”. En nuestros días recordamos frecuentemente la expresión “iglesia
doméstica”, que el Concilio ha hecho suya6 y cuyo contenido deseamos
que permanezca siempre vivo y actual. Este deseo no disminuye al ser conscientes
de las nuevas condiciones de vida de las familias en el mundo de hoy.
Precisamente por esto es mucho más significativo el título que el Concilio
eligió, en la constitución pastoral Gaudium et spes, para indicar los cometidos
de la Iglesia en la situación actual:
“Fomentar la
dignidad del matrimonio y de la familia”7. Después del Concilio, otro
punto importante de referencia es la exhortación apostólica Familiaris
consortio, de 1981. En este documento se afronta una vasta y compleja
experiencia sobre la familia, la cual, entre pueblos y países diversos, es
siempre y en todas partes “el camino de la Iglesia”. En cierto sentido, aún lo
es más allí donde la familia atraviesa crisis internas, o está sometida a
influencias culturales, sociales y económicas perjudiciales, que debilitan su
solidez interior, si es que no obstaculizan su misma formación.
Oración
4.
Con la presente carta me dirijo no a la familia “en abstracto”, sino a
cada familia de cualquier región de la tierra, dondequiera que se halle
geográficamente y sea cual sea la diversidad y complejidad de su cultura y de su
historia. El amor con que “tanto amó Dios al mundo” (Jn 3, 16), el amor con que
Cristo “amó hasta el extremo” a todos y cada uno (Jn 13, 1), hace posible
dirigir este mensaje a cada familia, “célula” vital de la grande y universal
“familia” humana. El Padre, creador del universo, y el Verbo encarnado, redentor
de la humanidad, son la fuente de esta apertura universal a los hombres como
hermanos y hermanas, e impulsan a abrazar a todos con la oración que comienza
con las hermosas palabras: “Padre nuestro”.
La oración
hace que el Hijo de Dios habite en medio de nosotros: “Donde están dos o tres
reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Esta carta
a las familias quiere ser ante todo una súplica a Cristo para que permanezca en
cada familia humana; una invitación, a través de la pequeña familia de padres e
hijos, para que él esté presente en la gran familia de las naciones, a fin de
que todos, junto con él, podamos decir de verdad: “¡Padre nuestro!”. Es
necesario que la oración sea el elemento predominante del Año de la familia en
la Iglesia: oración de la familia, por la familia y con la familia.
Es
significativo que, precisamente en la oración y mediante la oración, el hombre
descubra de manera sencilla y profunda su propia subjetividad típica: en la
oración el “yo” humano percibe más fácilmente la profundidad de su ser como
persona. Esto es válido también para la familia, que no es solamente la “célula”
fundamental de la sociedad, sino que tiene también su propia subjetividad, la
cual encuentra precisamente su primera y fundamental confirmación y se consolida
cuando sus miembros invocan juntos: “Padre nuestro”. La oración refuerza la
solidez y la cohesión espiritual de la familia, ayudando a que ella participe de
la “fuerza” de Dios. En la solemne “bendición nupcial”, durante el rito del
matrimonio, el celebrante implora al Señor: “Infunde sobre ellos (los novios) la
gracia del Espíritu Santo, a fin de que, en virtud de tu amor derramado en sus
corazones, permanezcan fieles a la alianza conyugal”8. Es de esta
“efusión del Espíritu Santo” de donde brota el vigor interior de las familias,
así como la fuerza capaz de unirlas en el amor y en la verdad.
Amor y
solicitud por todas las familias
5.
¡Ojalá que el Año de la familia llegue a ser una oración colectiva e
incesante de cada “iglesia doméstica” y de todo el pueblo de Dios! Que esta
oración llegue también a las familias en dificultad o en peligro, las
desesperanzadas o divididas, y las que se encuentran en situaciones que la
Familiaris consortio califica como “irregulares”9. ¡Que todas puedan
sentirse abrazadas por el amor y la solicitud de los hermanos y hermanas!
Que la
oración, en el Año de la familia, constituya ante todo un testimonio alentador
por parte de las familias que, en la comunión doméstica, realizan su vocación de
vida humana y cristiana. ¡Son tantas en cada nación, diócesis y parroquia! Se
puede pensar razonablemente que esas familias constituyen “la norma”, aun
teniendo en cuenta las no pocas “situaciones irregulares”. Y la experiencia
demuestra cuán importante es el papel de una familia coherente con las normas
morales, para que el hombre, que nace y se forma en ella, emprenda sin
incertidumbres el camino del bien, inscrito siempre en su corazón. En nuestros
días, ciertos programas sostenidos por medios muy potentes parecen orientarse
por desgracia a la disgregación de las familias. A veces parece incluso que, con
todos los medios, se intenta presentar como “regulares” y atractivas —con
apariencias exteriores seductoras— situaciones que en realidad son
“irregulares”.
En efecto,
tales situaciones contradicen la “verdad y el amor” que deben inspirar la
recíproca relación entre hombre y mujer y, por tanto, son causa de tensiones y
divisiones en las familias, con graves consecuencias, especialmente sobre los
hijos. Se oscurece la conciencia moral, se deforma lo que es verdadero, bueno y
bello, y la libertad es suplantada por una verdadera y propia esclavitud. Ante
todo esto, ¡qué actuales y alentadoras resultan las palabras del apóstol Pablo
sobre la libertad con que Cristo nos ha liberado, y sobre la esclavitud causada
por el pecado (cf. Ga 5, 1)!
Vemos, por
tanto, cuán oportuno e incluso necesario es para la Iglesia un Año de la
familia; qué indispensable es el testimonio de todas las familias que viven cada
día su vocación; cuán urgente es una gran oración de las familias, que aumente y
abarque el mundo entero, y en la cual se exprese una acción de gracias por el
amor en la verdad, por la “efusión de la gracia del Espíritu Santo”10, por la
presencia de Cristo entre padres e hijos: Cristo, redentor y esposo, que “nos
amó hasta el extremo” (cf. Jn 13, 1).
Estamos
plenamente persuadidos de que este amor es más grande que todo (cf. 1 Co 13,
13); y creemos que es capaz de superar victoriosamente todo lo que no sea amor.
¡Que se
eleve incesantemente durante este año la oración de la Iglesia, la oración de
las familias, “iglesias domésticas”! Y que sea acogida por Dios y escuchada por
los hombres, para que no caigan en la duda, y los que vacilan a causa de la
fragilidad humana no cedan ante la atracción tentadora de los bienes sólo
aparentes, como son los que se proponen en toda tentación.
En Caná de
Galilea, donde Jesús fue invitado a un banquete de bodas, su Madre se dirige a
los sirvientes diciéndoles: “Haced lo que él os diga” (Jn 2, 5). También a
nosotros, que celebramos el Año de la familia, dirige María esas mismas
palabras. Y lo que Cristo nos dice, en este particular momento histórico,
constituye una fuerte llamada a una gran oración con las familias y por las
familias. Con esta plegaria la Virgen Madre nos invita a unirnos a los
sentimientos de su Hijo, que ama a cada familia. Él manifestó este amor al
comienzo de su misión de Redentor, precisamente con su presencia santificadora
en Caná de Galilea, presencia que permanece todavía.
Oremos por
las familias de todo el mundo. Oremos, por medio de Cristo, con Cristo y en
Cristo, al Padre, “de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra”
(cf. Ef 3, 15).
I LA
CIVILIZACIÓN DEL AMOR
“Varón y
mujer los creó”
6.
El cosmos, inmenso y diversificado, el mundo de todos los seres
vivientes, está inscrito en la paternidad de Dios como su fuente (cf. Ef 3,
14-16). Está inscrito, naturalmente, según el criterio de la analogía, gracias
al cual nos es posible distinguir, ya desde el comienzo del libro del Génesis,
la realidad de la paternidad y maternidad y, por consiguiente, también la
realidad de la familia humana. Su clave interpretativa está en el principio de
la “imagen” y “semejanza” de Dios, que el texto bíblico pone muy de relieve (Gn
1, 26). Dios crea en virtud de su palabra: ¡”Hágase”! (cf. Gn 1, 3). Es
significativo que esta palabra de Dios, en el caso de la creación del hombre,
sea completada con estas otras: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”
(Gn 1, 26). Antes de crear al hombre, parece como si el Creador entrara dentro
de sí mismo para buscar el modelo y la inspiración en el misterio de su Ser, que
ya aquí se manifiesta de alguna manera como el “Nosotros” divino. De este
misterio surge, por medio de la creación, el ser humano: “Creó Dios al hombre a
imagen suya: a imagen de Dios le creó; varón y mujer los creó” (Gn 1, 27).
Bendiciéndolos, dice Dios
a los nuevos seres: “Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y
sometedla” (Gn 1, 28). El libro del Génesis usa expresiones ya utilizadas en el
contexto de la creación de los otros seres vivientes: “Multiplicaos”; pero su
sentido analógico es claro. ¿No es precisamente ésta, la analogía de la
generación y de la paternidad y maternidad, la que resalta a la luz de todo el
contexto? Ninguno de los seres vivientes, excepto el hombre, ha sido creado “a
imagen y semejanza de Dios”. La paternidad y maternidad humanas, aun siendo
biológicamente parecidas a las de otros seres de la naturaleza, tienen en sí
mismas, de manera esencial y exclusiva, una “semejanza” con Dios, sobre la que
se funda la familia, entendida como comunidad de vida humana, como comunidad de
personas unidas en el amor (communio personarum).
A la luz del
Nuevo Testamento es posible descubrir que el modelo originario de la familia hay
que buscarlo en Dios mismo, en el misterio trinitario de su vida. El “Nosotros”
divino constituye el modelo eterno del “nosotros” humano; ante todo, de aquel
“nosotros” que está formado por el hombre y la mujer, creados a imagen y
semejanza divina. Las palabras del libro del Génesis contienen aquella verdad
sobre el hombre que concuerda con la experiencia misma de la humanidad. El
hombre es creado desde “el principio” como varón y mujer: la vida de la
colectividad humana —tanto de las pequeñas comunidades como de la sociedad
entera— lleva la señal de esta dualidad originaria. De ella derivan la masculinidad” y la “femineidad” de cada
individuo, y de ella cada comunidad asume su propia riqueza característica en el
complemento recíproco de las personas. A esto parece referirse el fragmento del
libro del Génesis: “Varón y mujer los creó” (Gn 1, 27). Ésta es también la
primera afirmación de que el hombre y la mujer tienen la misma dignidad: ambos
son igualmente personas. Esta constitución suya, de la que deriva su dignidad
específica, muestra desde “el principio” las características del bien común de
la humanidad en todas sus dimensiones y ámbitos de vida. El hombre y la mujer
aportan su propia contribución, gracias a la cual se encuentran, en la raíz
misma de la convivencia humana, el carácter de comunión y de complementariedad.
La alianza
conyugal
7.
La familia ha sido considerada siempre como la expresión primera y
fundamental de la naturaleza social del hombre. En su núcleo esencial esta
visión no ha cambiado ni siquiera en nuestros días. Sin embargo, actualmente se
prefiere poner de relieve todo lo que en la familia —que es la más pequeña y
primordial comunidad humana— representa la aportación personal del hombre y de
la mujer. En efecto, la familia es una comunidad de personas, para las cuales el
propio modo de existir y vivir juntos es la comunión: communio personarum. También aquí,
salvando la absoluta trascendencia del Creador respecto de la criatura, emerge
la referencia ejemplar al “Nosotros” divino. Sólo las personas son capaces de
existir “en comunión”. La familia arranca de la comunión conyugal que el
concilio Vaticano II califica como “alianza”, por la cual el hombre y la mujer
“se entregan y aceptan mutuamente”11. El libro del Génesis nos presenta esta
verdad cuando, refiriéndose a la constitución de la familia mediante el
matrimonio, afirma que “dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su
mujer, y se harán una sola carne” (Gn 2, 24). En el evangelio, Cristo,
polemizando con los fariseos, cita esas mismas palabras y añade: “De manera que
ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el
hombre” (Mt 19, 6). Él revela de nuevo el contenido normativo de una realidad
que existe desde “el principio” (Mt 19, 8) y que conserva siempre en sí misma
dicho contenido. Si el Maestro lo confirma “ahora”, en el umbral de la nueva
alianza, lo hace para que sea claro e inequívoco el carácter indisoluble del
matrimonio, como fundamento del bien común de la familia.
Cuando,
junto con el Apóstol, doblamos las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre
toda paternidad y maternidad (cf. Ef 3, 14-15), somos conscientes de que ser
padres es el evento mediante el cual la familia, ya constituida por la alianza
del matrimonio, se realiza “en sentido pleno y específico”12. La
maternidad implica necesariamente la paternidad y, recíprocamente, la paternidad
implica necesariamente la maternidad: es el fruto de la dualidad, concedida por
el Creador al ser humano desde “el principio”. Me he referido a dos conceptos afines
entre sí, pero no idénticos: “comunión” y “comunidad”. La “comunión” se refiere
a la relación personal entre el “yo” y el “tú”. La “comunidad”, en cambio,
supera este esquema apuntando hacia una “sociedad”, un “nosotros”. La familia,
comunidad de personas, es, por consiguiente, la primera “sociedad” humana. Surge
cuando se realiza la alianza del matrimonio, que abre a los esposos a una
perenne comunión de amor y de vida, y se completa plenamente y de manera
específica al engendrar los hijos: la “comunión” de los cónyuges da origen a la
“comunidad” familiar. Dicha comunidad está conformada profundamente por lo que
constituye la esencia propia de la “comunión”.
¿Puede
existir, a nivel humano, una “comunión” comparable a la que se establece entre
la madre y el hijo, que ella lleva antes en su seno y después lo da a luz?
En la
familia así constituida se manifiesta una nueva unidad, en la cual se
realiza plenamente la relación “de
comunión” de los padres. La experiencia enseña que esta realización representa
también un cometido y un reto. El cometido implica a los padres en la
realización de su alianza originaria. Los hijos engendrados por ellos deberían
consolidar —éste es el reto— esta alianza, enriqueciendo y profundizando la
comunión conyugal del padre y de la madre. Cuando esto no se da, hay que
preguntarse si el egoísmo, que debido a la inclinación humana hacia el mal se
esconde también en el amor del hombre y de la mujer, no es más fuerte que este
amor. Es necesario que los esposos sean conscientes de ello y que, ya desde el
principio, orienten sus corazones y pensamientos hacia aquel Dios y Padre “de
quien toma nombre toda paternidad”, para que su paternidad y maternidad
encuentren en aquella fuente la fuerza para renovarse continuamente en el amor.
Paternidad y
maternidad son en sí mismas una particular confirmación del amor, cuya extensión
y profundidad originaria nos descubren. Sin embargo, esto no sucede
automáticamente. Es más bien un cometido confiado a ambos: al marido y a la
mujer. En su vida la paternidad y la maternidad constituyen una “novedad” y una
riqueza sublime, a la que no pueden acercarse si no es “de rodillas”.
La
experiencia enseña que el amor humano, orientado por su naturaleza hacia la
paternidad y la maternidad, se ve afectado a veces por una crisis profunda y por
tanto se encuentra amenazado seriamente. En tales casos, habrá que pensar en
recurrir a los servicios ofrecidos por los consultorios matrimoniales y
familiares, mediante los cuales es posible encontrar ayuda, entre otros, de
psicólogos y psicoterapeutas específicamente preparados. Sin embargo, no se
puede olvidar que son siempre válidas las palabras del Apóstol: “Doblo mis
rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la
tierra” (Ef 3, 14-15). El matrimonio, el matrimonio sacramento, es una alianza
de personas en el amor.
Y el amor
puede ser profundizado y custodiado solamente por el amor, aquel amor que es
“derramado” en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”
(Rm 5, 5). La oración del Año de la Familia, ¿no debería concentrarse en el
punto crucial y decisivo del paso del amor conyugal a la generación y, por
tanto, a la paternidad y maternidad?
¿No es
precisamente entonces cuando resulta indispensable la “efusión de la gracia del
Espíritu Santo”, implorada en la celebración litúrgica del sacramento del
matrimonio?
El Apóstol,
doblando sus rodillas ante el Padre, lo invoca para que “conceda... ser fortalecidos por la acción de su
Espíritu en el hombre interior” (Ef 3, 16). Esta “fuerza del hombre interior” es
necesaria en la vida familiar, especialmente en sus momentos críticos, es decir,
cuando el amor —manifestado en el rito litúrgico del consentimiento matrimonial
con las palabras: “Prometo serte fiel... todos los días de mi vida”— está
llamado a superar una difícil prueba.
Unidad de
los dos
8.
Solamente las “personas” son capaces de pronunciar estas palabras; sólo
ellas pueden vivir “en comunión”, basándose en su recíproca elección, que es o
debería ser plenamente consciente y libre. El libro del Génesis, al decir que el
hombre abandonará al padre y a la madre para unirse a su mujer (cf. Gn 2, 24),
pone de relieve la elección consciente y libre, que es el origen del matrimonio,
convirtiendo en marido a un hijo y en mujer a una hija. ¿Cómo puede entenderse
adecuadamente esta elección recíproca si no se considera la plena verdad de la
persona, o sea, su ser racional y libre? El concilio Vaticano II habla de la
semejanza con Dios usando términos muy significativos. Se refiere no solamente a
la imagen y semejanza divina que todo ser humano posee ya de por sí, sino
también y sobre todo a una “cierta semejanza entre la unión de las personas
divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y el
amor”13.
Esta
formulación, particularmente rica de contenido, confirma ante todo lo que
determina la identidad íntima de cada hombre y de cada mujer. Esta identidad
consiste en la capacidad de vivir en la verdad y en el amor; más aún, consiste
en la necesidad de verdad y de amor como dimensión constitutiva de la vida de la
persona. Tal necesidad de verdad y de amor abre al hombre tanto a Dios como a
las criaturas. Lo abre a las demás personas, a la vida “en comunión”,
particularmente al matrimonio y a la familia. En las palabras del Concilio, la
“comunión” de las personas deriva, en cierto modo, del misterio del “Nosotros”
trinitario y, por tanto, la “comunión conyugal” se refiere también a este
misterio. La familia, que se inicia con el amor del hombre y la mujer, surge
radicalmente del misterio de Dios. Esto corresponde a la esencia más íntima del
hombre y de la mujer, y a su natural y auténtica dignidad de personas.
El hombre y
la mujer en el matrimonio se unen entre sí tan estrechamente que vienen a ser
—según el libro del Génesis— “una sola carne” (Gn 2, 24). Los dos sujetos
humanos, aunque somáticamente diferentes por constitución física como varón y
mujer, participan de modo similar de la capacidad de vivir “en la verdad y el
amor”. Esta capacidad, característica del ser humano en cuanto persona, tiene a
la vez una dimensión espiritual y corpórea. Es también a través del cuerpo como
el hombre y la mujer están predispuestos a formar una “comunión de personas” en
el matrimonio. Cuando, en virtud de la alianza conyugal, se unen de modo que llegan a
ser “una sola carne” (Gn 2, 24), su unión debe realizarse “en la verdad y el
amor”, poniendo así de relieve la madurez propia de las personas creadas a
imagen y semejanza de Dios.
La familia
que nace de esta unión basa su solidez interior en la alianza entre los esposos,
que Cristo elevó a sacramento. La familia recibe su propia naturaleza
comunitaria —más aún, sus características de “comunión”— de aquella comunión
fundamental de los esposos que se prolonga en los hijos. “¿Estáis dispuestos a
recibir de Dios responsable y amorosamente los hijos, y a educarlos...?”, les
pregunta el celebrante durante el rito del matrimonio14. La respuesta
de los novios corresponde a la íntima verdad del amor que los une.
Sin embargo,
su unidad, en vez de encerrarlos en sí mismos, los abre a una nueva vida, a una
nueva persona. Como padres, serán capaces de dar la vida a un ser semejante a
ellos, no solamente “hueso de sus huesos y carne de su carne” (cf. Gn 2, 23),
sino imagen y semejanza de Dios, esto es, persona. Al preguntar: “¿Estáis dispuestos?”, la
Iglesia recuerda a los novios que se hallan ante la potencia creadora de Dios.
Están llamados a ser padres, o sea, a cooperar con el Creador dando la vida.
Cooperar con Dios llamando a la vida a nuevos seres humanos significa contribuir
a la trasmisión de aquella imagen y semejanza divina de la que es portador todo
“nacido de mujer”.
Genealogía
de la persona
9.
Mediante la comunión de personas, que se realiza en el matrimonio, el
hombre y la mujer dan origen a la familia. Con ella se relaciona la genealogía
de cada hombre: la genealogía de la persona. La paternidad y la maternidad
humanas están basadas en la biología y, al mismo tiempo, la superan. El
Apóstol, doblando las rodillas ante
el Padre, de quien toma nombre toda paternidad 1 en los cielos y en la tierra”,
pone ante nuestra consideración, en cierto modo, el mundo entero de los seres
vivientes, tanto los espirituales del cielo como los corpóreos de la tierra.
Cada generación halla su modelo originario en la Paternidad de Dios. Sin
embargo, en el caso del hombre, esta dimensión “cósmica” de semejanza con Dios
no basta para definir adecuadamente la relación de paternidad y maternidad.
Cuando de la unión conyugal de los dos nace un nuevo hombre, éste trae consigo
al mundo una particular imagen y semejanza de Dios mismo: en la biología de la
generación está inscrita la genealogía de la persona.
Al afirmar
que los esposos, en cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en la
concepción y generación de un nuevo ser humano15, no nos referimos
sólo al aspecto biológico; queremos subrayar más bien que en la paternidad y
maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo diverso de cómo lo está
en cualquier otra generación “sobre la tierra”. En efecto, solamente de Dios
puede provenir aquella “imagen y semejanza”, propia del ser humano, como sucedió
en la creación. La generación es, por consiguiente, la continuación de la
creación16.
Así, pues,
tanto en la concepción como en el nacimiento de un nuevo ser, los padres se
hallan ante un “gran misterio” (Ef 5, 32). También el nuevo ser humano, igual
que sus padres, es llamado a la existencia como persona y a la vida “en la
verdad y en el amor”. Esta llamada se refiere no sólo a lo temporal, sino
también a lo eterno. Tal es la dimensión de la genealogía de la persona, que
Cristo nos ha revelado definitivamente, derramando la luz del Evangelio sobre el
vivir y el morir humanos y, por tanto, sobre el significado de la familia
humana.
Como afirma
el Concilio, el hombre “es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado
por sí misma”17. El origen del hombre no se debe sólo a las leyes de
la biología, sino directamente a la voluntad creadora de Dios: voluntad que
llega hasta la genealogía de los hijos e hijas de las familias humanas. Dios “ha
amado” al hombre desde el principio y lo sigue “amando” en cada concepción y
nacimiento humano. Dios “ama” al hombre como un ser semejante a él, como
persona. Este hombre, todo hombre, es creado por Dios “por sí mismo”. Esto es
válido para todos, incluso para quienes nacen con enfermedades o limitaciones.
En la constitución personal de cada uno está inscrita la voluntad de Dios, que
ama al hombre, el cual tiene como fin, en cierto sentido, a sí mismo. Dios
entrega al hombre a sí mismo, confiándolo simultáneamente a la familia y a la
sociedad, como cometido propio. Los padres, ante un nuevo ser humano, tienen o
deberían tener plena conciencia de que Dios “ama” a este hombre “por sí mismo”.
Esta
expresión sintética es muy profunda. Desde el momento de la concepción y, más
tarde, del nacimiento, el nuevo ser está destinado a expresar plenamente su
humanidad, a “encontrarse plenamente” como persona18. Esto afecta
absolutamente a todos, incluso a los enfermos crónicos y los
minusválidos.
“Ser hombre”
es su vocación fundamental; “ser hombre” según el don recibido; según el
“talento” que es la propia humanidad y, después, según los demás “talentos”. En
este sentido Dios ama a cada hombre “por sí mismo”. Sin embargo, en el designio
de Dios la vocación de la persona humana va más allá de los límites del tiempo.
Es una respuesta a la voluntad del Padre, revelada en el Verbo encarnado: Dios
quiere que el hombre participe de su misma vida divina. Por eso dice Cristo: “Yo
he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10).
El destino
último del hombre, ¿no está en contraste con la afirmación de que Dios ama al
hombre “por sí mismo”? Si es creado para la vida divina, ¿existe verdaderamente
el hombre “para sí mismo”? Ésta es una pregunta clave, de gran interés, tanto
para el inicio como para el final de la existencia terrena: es importante para
todo el curso de la vida. Podría parecer que, destinando al hombre a la vida
divina, Dios lo apartara definitivamente de su existir “por sí
mismo”19. ¿Qué relación hay entre la vida de la persona y su
participación en la vida trinitaria? Responde san Agustín: “Nuestro corazón está
inquieto hasta que descanse en ti”20. Este “corazón inquieto” indica
que no hay contradicción entre una y otra finalidad, sino más bien una relación,
una coordinación y unidad profunda. Por su misma genealogía, la persona, creada
a imagen y semejanza de Dios, participando precisamente en su Vida, existe “por
sí misma” y se realiza.
El contenido
de esta realización es la plenitud de vida en Dios, de la que habla Cristo (cf.
Jn 6, 37-40), quien nos ha redimido previamente para introducirnos en ella (cf.
Mc 10, 45).
Los esposos
desean los hijos para sí, y en ellos ven la coronación de su amor recíproco. Los
desean para la familia, como don más excelente21. En el amor
conyugal, así como en el amor paterno y materno, se inscribe la verdad sobre el
hombre, expresada de manera sintética y precisa por el Concilio al afirmar que
Dios “ama al hombre por sí mismo”. Con el amor de Dios ha de armonizarse el de
los padres. En ese sentido, éstos deben amar a la nueva criatura humana como la
ama el Creador. El querer humano está siempre e inevitablemente sometido a la
ley del tiempo y de la caducidad. En cambio, el amor divino es eterno. “Antes de
haberte formado yo en el seno materno, te conocía —escribe el profeta Jeremías—,
y antes que nacieses, te tenía consagrado” (1, 5). La genealogía de la persona
está, pues, unida ante todo con la eternidad de Dios, y en segundo término con
la paternidad y maternidad humana que se realiza en el tiempo. Desde el momento
mismo de la concepción el hombre está ya ordenado a la eternidad en Dios.
El
bien común del matrimonio y de la familia
10. El consentimiento
matrimonial define y hace estable el bien que es común al matrimonio y a la
familia. “Te quiero a ti, ... como esposa —como esposo— y me entrego a ti, y
prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la
enfermedad, todos los días de mi vida”22. El matrimonio es una
singular comunión de personas. En virtud de esta comunión, la familia está
llamada a ser comunidad de personas.
Es un
compromiso que los novios asumen “ante Dios y su Iglesia”, como les recuerda el
celebrante en el momento de expresarse mutuamente el
consentimiento23. De este compromiso son testigos quienes participan
en el rito; en ellos están representadas, en cierto modo, la Iglesia y la
sociedad, ámbitos vitales de la nueva familia.
Las palabras
del consentimiento matrimonial definen lo que constituye el bien común de la
pareja y de la familia. Ante todo, el bien común de los esposos, que es el amor,
la fidelidad, la honra, la duración de su unión hasta la muerte: “todos los días
de mi vida”. El bien de ambos, que lo es de cada uno, deberá ser también el bien
de los hijos. El bien común, por su naturaleza, a la vez que une a las personas,
asegura el verdadero bien de cada una. Si la Iglesia, como por otra parte el
Estado, recibe el consentimiento de los esposos, expresado con las palabras
anteriormente citadas, lo hace porque está “escrito en sus
corazones”
(cf. Rm 2,
15). Los esposos se dan mutuamente el consentimiento matrimonial, prometiendo,
es decir, confirmando ante Dios, la verdad de su consentimiento. En cuanto
bautizados, ellos son, en la Iglesia, los ministros del sacramento del
matrimonio. San Pablo enseña que este recíproco compromiso es un “gran misterio”
(Ef 5, 32).
Las palabras
del consentimiento expresan, pues, lo que constituye el bien común de los
esposos e indican lo que debe ser el bien común de la futura familia. Para
ponerlo de manifiesto la Iglesia les pregunta si están dispuestos a recibir y
educar cristianamente a los hijos que Dios les conceda. La pregunta se refiere
al bien común del futuro núcleo familiar, teniendo presente la genealogía de las
personas, que está inscrita en la constitución misma del matrimonio y de la
familia. La pregunta sobre los hijos y su educación está vinculada estrictamente
con el consentimiento matrimonial, con la promesa de amor, de respeto conyugal,
de fidelidad hasta la muerte. La acogida y educación de los hijos —dos de los
objetivos principales de la familia— están condicionadas por el cumplimiento de
ese compromiso. La paternidad y la maternidad representan un cometido de
naturaleza no simplemente física, sino también espiritual; en efecto, por ellas
pasa la genealogía de la persona, que tiene su inicio eterno en Dios y que debe
conducir a él.
El Año de la
familia, año de especial oración de las familias, debería concientizar a cada
familia sobre esto de un modo nuevo y profundo. ¡Qué riqueza de aspectos
bíblicos podría constituir el substrato de esa oración! Es necesario que a las
palabras de la sagrada Escritura se añada siempre el recuerdo personal de los
esposos-padres, y el de los hijos y nietos. Mediante la genealogía de las
personas, la comunión conyugal se hace comunión de generaciones. La unión
sacramental de los dos, sellada con la alianza realizada ante Dios, perdura y se
consolida con la sucesión de las generaciones. Esta unión debe convertirse en
unidad de oración. Pero para que esto pueda transparentarse de manera
significativa en el
Año de la
familia, es necesario que la oración se convierta en una costumbre radicada en
la vida cotidiana de cada familia. La oración es acción de gracias, alabanza a
Dios, petición de perdón, súplica e invocación. En cada una de estas formas, la
oración de la familia tiene mucho que decir a Dios. También tiene mucho que
decir a los hombres, empezando por la recíproca comunión de personas unidas por
lazos familiares.
“¿Qué es el
hombre para que te acuerdes de él?” (Sal 8, 5), se pregunta el salmista. La
oración es la situación en la cual, de la manera más sencilla, se manifiesta el
recuerdo creador y paternal de Dios: no sólo y no tanto el recuerdo de Dios por
parte del hombre, sino más bien el recuerdo del hombre por parte de Dios. Por
esto, la oración de la comunidad familiar puede convertirse en ocasión de
recuerdo común y recíproco; en efecto, la familia es comunidad de generaciones.
En la oración todos deben estar presentes: los que viven y quienes ya han
muerto, como también los que aún tienen que venir al mundo . Es preciso que en
la familia se ore por cada uno, según la medida del bien que para él constituye
la familia y del bien que él constituye para la familia. La oración confirma más
sólidamente ese bien, precisamente como bien común familiar. Más aún, la oración
es el inicio también de este bien, de modo siempre renovado. En la oración, la
familia se encuentra como el primer “nosotros” en el que cada uno es “yo” y
“tú”; cada uno es para el otro marido o mujer, padre o madre, hijo o hija,
hermano o hermana, abuelo o nieto.
¿Son así las
familias a las que me dirijo con esta carta? Ciertamente no pocas son así, pero
en la época actual se ve la tendencia a restringir el núcleo familiar al ámbito
de dos generaciones. Esto sucede a menudo por la escasez de viviendas
disponibles, sobre todo en las grandes ciudades. Pero muchas veces esto se debe
también a la convicción de que varias generaciones juntas son un obstáculo para
la intimidad y hacen demasiado difícil la vida. Pero, ¿no es precisamente éste
el punto más débil? Hay poca vida verdaderamente humana en las familias de
nuestros días. Faltan las personas con las que crear y compartir el bien común;
y sin embargo el bien, por su naturaleza, exige ser creado y compartido con
otros: “el bien tiende a difundirse” (“bonum est diffusivum sui”)24.
El bien, cuanto más común es, tanto más propio es: mío —tuyo— nuestro. Ésta es
la lógica intrínseca del vivir en el bien, en la verdad y en la caridad. Si el
hombre sabe aceptar esta lógica y seguirla, su existencia llega a ser
verdaderamente una “entrega sincera”.
La entrega
sincera de sí mismo
11. El Concilio, al
afirmar que el hombre es la única criatura sobre la tierra amada por Dios por sí
misma, dice a continuación que él “ no puede encontrarse plenamente a sí mismo
sino en la entrega sincera de sí mismo “.25 Esto podría parecer una
contradicción, pero no lo es absolutamente. Es, más bien, la gran y maravillosa
paradoja de la existencia humana: una existencia llamada a servir la verdad en el amor. El amor
hace que el hombre se realice mediante la entrega sincera de sí mismo. Amar
significa dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino sólo regalar
libre y recíprocamente.
La entrega
de la persona exige, por su naturaleza, que sea duradera e irrevocable. La
indisolubilidad del matrimonio deriva primariamente de la esencia de esa
entrega: entrega de la persona a la persona. En este entregarse recíproco se
manifiesta el carácter esponsal del amor. En el consentimiento matrimonial los
novios se llaman con el propio nombre: “ Yo, ... te quiero a ti, ... como esposa
(como esposo) y me entrego a ti, y prometo serte fiel... todos los días de mi
vida “. Semejante entrega obliga mucho más intensa y profundamente que todo lo
que puede ser “ comprado “ a cualquier precio. Doblando las rodillas ante el
Padre, del cual proviene toda paternidad y maternidad, los futuros padres se
hacen conscientes de haber sido “
redimidos “. En efecto, han sido comprados a un precio elevado, al precio de la
entrega más sincera posible, la sangre de Cristo, en la que participan por medio
del sacramento. Coronamiento litúrgico del rito matrimonial es la Eucaristía
—sacrificio del “ cuerpo entregado “ y de la “ sangre derramada “—, que en el
consentimiento de los esposos encuentra, de alguna manera, su expresión.
Cuando el
hombre y la mujer, en el matrimonio, se entregan y se reciben recíprocamente en
la unidad de “ una sola carne “, la lógica de la entrega sincera entra en sus
vidas. Sin aquélla, el matrimonio sería vacío, mientras que la comunión de las
personas, edificada sobre esa lógica, se convierte en comunión de los padres.
Cuando transmiten la vida al hijo, un nuevo “ tú “ humano se inserta en la
órbita del “ nosotros “ de los esposos, una persona que ellos llamarán con un
nombre nuevo: “ nuestro hijo...; nuestra hija... “. “ He adquirido un varón con
el favor del Señor “ (Gén 4, 1), dice Eva, la primera mujer de la historia. Un
ser humano, esperado durante nueve meses y “ manifestado “ después a los
padres, hermanos y hermanas. El
proceso de la concepción y del desarrollo en el seno materno, el parto, el
nacimiento, sirven para crear como un espacio adecuado para que la nueva
criatura pueda manifestarse como “ don “. Así es, efectivamente, desde el
principio. ¿Podría, quizás, calificarse de manera diversa este ser frágil e
indefenso, dependiente en todo de sus padres y encomendado completamente a
ellos? El recién nacido se entrega a los padres por el hecho mismo de nacer. Su
vida es ya un don, el primer don del Creador a la criatura.
En el recién
nacido se realiza el bien común de la familia. Como el bien común de los esposos
encuentra su cumplimiento en el amor esponsal, dispuesto a dar y acoger la nueva
vida, así el bien común de la familia se realiza mediante el mismo amor esponsal
concretado en el recién nacido. En la genealogía de la persona está inscrita la
genealogía de la familia, lo cual quedará para memoria mediante las anotaciones
en el registro de Bautismos, aunque éstas no son más que la consecuencia social
del hecho “ de que ha nacido un hombre en el mundo “ (Jn 16, 21).
Ahora bien,
¿es también verdad que el nuevo ser humano es un don para los padres? ¿Un don
para la sociedad? Aparentemente nada parece indicarlo. El nacimiento de un ser
humano parece a veces un simple dato estadístico, registrado como tantos otros
en los balances demográficos. Ciertamente, el nacimiento de un hijo significa
para los padres ulteriores esfuerzos, nuevas cargas económicas, otros
condicionamientos prácticos. Estos motivos pueden llevarlos a la tentación de no
desear otro hijo.26 En algunos ambientes sociales y culturales la
tentación resulta más fuerte. El hijo, ¿no es, pues, un
don?
¿Viene sólo
para recibir y no para dar? He aquí algunas cuestiones inquietantes, de las que
el hombre actual no se libra fácilmente. El hijo viene a ocupar un espacio,
mientras parece que en el mundo cada vez haya menos. Pero, ¿es realmente verdad
que el hijo no aporta nada a la familia y a la sociedad? ¿No es quizás una “
partícula “ de aquel bien común sin el cual las comunidades humanas se disgregan
y corren el riesgo de desaparecer? ¿Cómo negarlo? El niño hace de sí mismo un
don a los hermanos, hermanas, padres, a toda la familia. Su vida se convierte en
don para los mismos donantes de la vida, los cuales no dejarán de sentir la
presencia del hijo, su participación en la vida de ellos, su aportación a su
bien común y al de la comunidad familiar. Verdad, ésta, que es obvia en su
simplicidad y profundidad, no obstante la complejidad, y también la eventual
patología, de la estructura psicológica de ciertas personas. El bien común de
toda la sociedad está en el hombre que, como se ha recordado, es “ el camino de
la Iglesia “.27 Ante todo, él es la “ gloria de Dios “: “ Gloria Dei,
vivens homo “, según la conocida expresión de san Ireneo,28 que
podría traducirse así: “ La gloria de Dios es que el hombre viva “. Estamos
aquí, puede decirse, ante la definición más profunda del hombre: la gloria de
Dios es el bien común de todo lo que existe; el bien común del género humano.
¡Sí, el
hombre es un bien común!: bien común de la familia y de la humanidad, de cada
grupo y de las múltiples estructuras sociales. Pero hay que hacer una
significativa distinción de grado y de modalidad: el hombre es bien común, por
ejemplo, de la Nación a la que pertenece o del Estado del cual es ciudadano;
pero lo es de una manera mucho más concreta, única e irrepetible para su
familia; lo es no sólo como individuo que forma parte de la multitud humana,
sino como “ este hombre “. Dios Creador lo llama a la existencia “ por sí mismo
“; y con su venida al mundo el hombre comienza, en la familia, su “ gran aventura “, la aventura de la vida. “
Este hombre “, en cualquier caso, tiene derecho a la propia afirmación debido a
su dignidad humana. Esta es precisamente la que establece el lugar de la persona
entre los hombres y, ante todo, en la familia. En efecto, la familia es —más que
cualquier otra realidad social— el ambiente en que el hombre puede vivir “ por
sí mismo “ a través de la entrega sincera de sí. Por esto, la familia es una
institución social que no se puede ni se debe sustituir: es “ el santuario de la
vida “.29 El hecho de
que está naciendo un hombre —“ ha nacido un hombre en el mundo “ (Jn 16, 21)—,
constituye un signo pascual. Jesús mismo, como refiere el evangelista Juan,
habla de ello a los discípulos antes de su pasión y muerte, parangonando la
tristeza por su marcha con el sufrimiento de una mujer parturienta: “ La mujer,
cuando va a dar a luz, está triste 1, porque le ha llegado su hora; pero cuando
ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido
un hombre en el mundo “ (Jn 16, 21). La “ hora “ de la muerte de Cristo (cf. Jn
13, 1) se parangona aquí con la “ hora “ de la mujer en los dolores de parto; el
nacimiento de un nuevo hombre se corresponde plenamente con la victoria de la
vida sobre la muerte realizada por la resurrección del Señor. Esta comparación
se presta a diversas reflexiones. Igual que la resurrección de Cristo es la
manifestación de la Vida más allá del umbral de la muerte, así también el
nacimiento de un niño es manifestación de la vida, destinada siempre, por medio
de Cristo, a la “ plenitud de la vida “ que está en Dios mismo: “ Yo he venido para que tengan vida y la tengan
en abundancia “ (Jn 10, 10). Aquí se manifiesta en su valor más profundo el
verdadero significado de la expresión de san Ireneo: “ Gloria Dei, vivens homo
“.
Esta es la
verdad evangélica de la entrega de sí mismo, sin la cual el hombre no puede “
encontrarse plenamente “, que permite valorar cuán profundamente esta “ entrega
sincera “ esté fundamentada en la entrega de Dios Creador y Redentor, en la “
gracia del Espíritu Santo “, cuya “ efusión “ sobre los esposos invoca el
celebrante en el rito del matrimonio. Sin esta “ efusión “ sería verdaderamente
difícil comprender todo esto y cumplirlo como vocación del hombre. Y sin
embargo, ¡tanta gente lo intuye!
Tantos
hombres y mujeres hacen propia esta verdad llegando a entrever que sólo en ella
encuentran “ la Verdad y la Vida “ (Jn 14, 6). Sin esta verdad, la vida de los
esposos no llega a alcanzar un sentido plenamente humano.
He aquí por
qué la Iglesia nunca se cansa de enseñar y de testimoniar esta verdad. Aun
manifestando comprensión materna por las no pocas y complejas situaciones de
crisis en que se hallan las familias, así como por la fragilidad moral de cada
ser humano, la Iglesia está convencida de que debe permanecer absolutamente fiel
a la verdad sobre el amor humano; de otro modo, se traicionaría a sí misma. En
efecto, abandonar esta verdad salvífica sería como cerrar “ los ojos del corazón
“ (cf. Ef 1, 18), que, en cambio, deben permanecer siempre abiertos a la luz con
que el Evangelio ilumina las vicisitudes humanas (cf. 2 Tim 1, 10). La
conciencia de la entrega sincera de sí, mediante la cual el hombre “ se
encuentra plenamente a sí mismo “, ha de ser renovada sólidamente y garantizada
constantemente, ante muchas formas de oposición que la Iglesia encuentra por
parte de los partidarios de una falsa civilización del progreso.30 La
familia expresa siempre un nueva dimensión del bien para los hombres, y por esto
suscita una nueva responsabilidad. Se trata de la responsabilidad por aquel
singular bien común en el cual se encuentra el bien del hombre: el bien de cada
miembro de la comunidad familiar; es un bien ciertamente “ difícil “ (“ bonum
arduum “), pero atractivo.
Paternidad y
maternidad responsables
12. Ha llegado el
momento de aludir, en el entramado de la presente Carta a las Familias, a dos cuestiones relacionadas
entre sí. Una, la más genérica, se refiere a la civilización del amor; la otra,
más específica, se refiere a la paternidad y maternidad responsables.
Hemos dicho
ya que el matrimonio entraña una singular responsabilidad para el bien común:
primero el de los esposos, después el de la familia. Este bien común está
representado por el hombre, por el valor de la persona y por todo lo que
representa la medida de su dignidad. El hombre lleva consigo esta dimensión en
cada sistema social, económico y político. Sin embargo, en el ámbito del
matrimonio y de la familia esa responsabilidad se hace, por muchas razones, más
“ exigente “ aún. No sin motivo la Constitución pastoral Gaudium et spes habla
de “ promover la dignidad del matrimonio y de la familia “. El Concilio ve en
esta “ promoción “ una tarea tanto de la Iglesia como del Estado; sin embargo,
en toda cultura, es ante todo un deber de las personas que, unidas en
matrimonio, forman una determinada familia. La “ paternidad y maternidad
responsables “ expresan un compromiso concreto para cumplir este deber, que en
el mundo actual presenta nuevas características.
En
particular, la paternidad y maternidad se refieren directamente al momento en
que el hombre y la mujer, uniéndose “ en una sola carne “, pueden convertirse en
padres. Este momento tiene un valor muy significativo, tanto por su relación
interpersonal como por su servicio a la vida. Ambos pueden convertirse en
procreadores —padre y madre— comunicando la vida a un nuevo ser humano. Las dos
dimensiones de la unión conyugal, la unitiva y la procreativa, no pueden
separarse artificialmente sin alterar la verdad íntima del mismo acto
conyugal.31
Esta es la
enseñanza constante de la Iglesia, y los “ signos de los tiempos “, de los que
hoy somos testigos, ofrecen nuevos motivos para confirmarlo con particular
énfasis. San Pablo, tan atento a las necesidades pastorales de su tiempo, exigía
con claridad y firmeza “ insistir a tiempo y a destiempo “ (cf. 2 Tim 4, 2), sin
temor alguno por el hecho de que “ no se soportara la sana doctrina “ (cf. 2 Tim
4, 3). Sus palabras son bien conocidas a quienes, comprendiendo profundamente
las vicisitudes de nuestro tiempo, esperan que la Iglesia no sólo no abandone “
la sana doctrina “, sino que la anuncie con renovado vigor, buscando en los
actuales “ signos de los tiempos “ las razones para su ulterior y
providencial profundización.
Muchas de
estas razones se encuentran ya en las mismas ciencias que, del antiguo tronco de
la antropología, se han desarrollado en varias especializaciones, como la
biología, psicología, sociología y sus ramificaciones ulteriores. Todas giran,
en cierto modo, en torno a la medicina, que es, a la vez, ciencia y arte (ars
medica), al servicio de la vida y de la salud de la persona. Pero las razones
insinuadas aquí emergen sobre todo de la experiencia humana que es múltiple y
que, en cierto sentido, precede y sigue a la ciencia misma.
Los esposos
aprenden por propia experiencia lo que significan la paternidad y maternidad
responsables; lo aprenden también gracias a la experiencia de otras parejas que
viven en condiciones análogas y se han hecho así más abiertas a los datos de las
ciencias. Podría decirse que los “ estudiosos “ aprenden casi de los “ esposos
“, para poder luego, a su vez, instruirlos de manera más competente sobre el
significado de la procreación responsable y sobre los modos de practicarla.
Este tema ha
sido tratado ampliamente en los Documentos conciliares, en la Encíclica Humanae
vitae, en las “ Proposiciones “ del Sínodo de los Obispos de 1980, en la
Exhortación apostólica Familiaris consortio, y en intervenciones análogas, hasta
la Instrucción Donum vitae de la Congregación para la Doctrina de la Fe. La
Iglesia enseña la verdad moral sobre la paternidad y maternidad responsables,
defendiéndola de las visiones y tendencias erróneas difundidas actualmente. ¿Por
qué hace esto la Iglesia? ¿Acaso porque no se da cuenta de las problemáticas
evocadas por quienes en este ámbito sugieren concesiones y tratan de convencerla
también con presiones indebidas, si no es incluso con amenazas? En efecto, se
reprocha frecuentemente al Magisterio de la Iglesia que está ya superado y
cerrado a las instancias del espíritu de los tiempos modernos; que desarrolla
una acción nociva para la humanidad, más aún, para la Iglesia misma. Por
mantenerse obstinadamente en sus propias posiciones —se dice—, la Iglesia
acabará por perder popularidad y los creyentes se alejarán cada vez más de ella.
Pero, ¿cómo
se puede sostener que la Iglesia, y de modo especial el Episcopado en comunión
con el Papa, sea insensible a problemas tan graves y actuales? Pablo VI veía
precisamente en éstos cuestiones tan vitales que lo impulsaron a publicar la
Encíclica Humanae vitae. El fundamento en que se basa la doctrina de la Iglesia
sobre la paternidad y maternidad responsables es mucho más amplio y sólido. El
Concilio lo indica ante todo en sus enseñanzas sobre el hombre cuando afirma que
él “ es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma “ y
que “ no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino es en la entrega sincera
de sí mismo “.32 Y esto porque ha sido creado a imagen y semejanza de
Dios, y redimido por el Hijo unigénito del Padre, hecho hombre por nosotros y
por nuestra salvación. El Concilio
Vaticano II, particularmente atento al problema del hombre y de su vocación,
afirma que la unión conyugal —significada en la expresión bíblica “ una sola
carne “— sólo puede ser comprendida y explicada plenamente recurriendo a los
valores de la “ persona “ y de la “ entrega “. Cada hombre y cada mujer se
realizan en plenitud mediante la entrega sincera de sí mismo; y, para los
esposos, el momento de la unión
conyugal constituye una experiencia particularísima de ello. Es entonces cuando
el hombre y la mujer, en la “ verdad “ de su masculinidad y femineidad, se
convierten en entrega recíproca. Toda la vida del matrimonio es entrega, pero
esto se hace singularmente evidente cuando los esposos, ofreciéndose
recíprocamente en el amor, realizan aquel encuentro que hace de los dos “ una
sola carne “ (Gén 2, 24).
Ellos viven
entonces un momento de especial responsabilidad, incluso por la potencialidad
procreativa vinculada con el acto conyugal. En aquel momento, los esposos pueden
convertirse en padre y madre, iniciando el proceso de una nueva existencia
humana que después se desarrollará en el seno de la mujer. Aunque es la mujer la
primera que se da cuenta de que es madre, el hombre con el cual se ha unido en “
una sola carne “ toma a su vez conciencia, mediante el testimonio de ella, de
haberse convertido en padre. Ambos son responsables de la potencial, y después
efectiva, paternidad y maternidad. El hombre debe reconocer y aceptar el
resultado de una decisión que también ha sido suya. No puede ampararse en
expresiones como: “ no sé “, “ no quería “, “ lo has querido tú “. La unión
conyugal conlleva en cualquier caso la responsabilidad del hombre y de la mujer,
responsabilidad potencial que llega a ser efectiva cuando las circunstancias lo
imponen. Esto vale sobre todo para el hombre que, aun siendo también artífice
del inicio del proceso generativo, queda distanciado biológicamente del mismo,
ya que de hecho se desarrolla en la mujer. ¿Cómo podría el hombre no hacerse
cargo de ello? Es necesario que ambos, el hombre y la mujer, asuman juntos, ante
sí mismos y ante los demás, la responsabilidad de la nueva vida suscitada por
ellos.
Esta es una
conclusión compartida por las ciencias humanas mismas. Sin embargo, conviene
profundizarla, analizando el significado del acto conyugal a la luz de los
mencionados valores de la “ persona “ y de la “ entrega “. Esto lo hace la
Iglesia con su constante enseñanza, particularmente con la del Concilio Vaticano
II.
En el
momento del acto conyugal, el hombre y la mujer están llamados a ratificar de
manera responsable la recíproca entrega que han hecho de sí mismos con la
alianza matrimonial. Ahora bien, la lógica de la entrega total del uno al otro
implica la potencial apertura a la procreación: el matrimonio está llamado así a
realizarse todavía más plenamente como familia. Ciertamente, la entrega
recíproca del hombre y de la mujer no tiene como fin solamente el nacimiento de
los hijos, sino que es, en sí misma, mutua
comunión de amor y de vida. Pero siempre debe garantizarse la íntima
verdad de tal entrega. “ Íntima “ no es sinónimo de “ subjetiva “. Significa más
bien que es esencialmente coherente con la verdad objetiva de aquéllos que se
entregan. La persona jamás ha de ser considerada un medio para alcanzar un fin;
jamás, sobre todo, un medio de “ placer “. La persona es y debe ser sólo el fin
de todo acto. Solamente entonces la acción corresponde a la verdadera dignidad
de la persona.
Al concluir
nuestras reflexiones sobre este tema tan importante y delicado, deseo alentaros
particularmente a vosotros, queridos esposos, y a todos aquéllos que os ayudan a
comprender y a poner en práctica la enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio,
sobre la maternidad y paternidad responsables. Pienso concretamente en los
Pastores, en tantos estudiosos, teólogos, filósofos, escritores y periodistas,
que no se plegan al conformismo cultural dominante, dispuestos valientemente a
ir contra corriente. Mi aliento se dirige, además, a un grupo cada vez más
numeroso de expertos, médicos y educadores —verdaderos apóstoles laicos—, para
quienes promover la dignidad del matrimonio y la familia resulta un cometido
importante de su vida. En nombre de la Iglesia expreso a todos mi gratitud. ¿Qué
podrían hacer sin ellos los Sacerdotes, los Obispos e incluso el mismo Sucesor
de Pedro? De esto me he ido convenciendo cada vez más desde mis primeros años de
sacerdocio, cuando sentado en el confesionario empecé a compartir las
preocupaciones, los temores y las esperanzas de tantos esposos. He encontrado
casos difíciles de rebelión y rechazo, pero al mismo tiempo tantas personas muy
responsables y generosas. Mientras escribo esta Carta tengo presentes a todos
estos esposos y les abrazo con mi afecto y mi oración.
Dos
civilizaciones
13.
Amadísimas familias, la cuestión de la paternidad y de la maternidad
responsables se inscribe en toda la temática de la “civilización del amor”, de
la que deseo hablaros ahora. De lo expuesto hasta aquí se deduce claramente que
la familia constituye la base de lo que Pablo VI calificó como “civilización del
amor”33, expresión asumida después por la enseñanza de la Iglesia y
considerada ya normal. Hoy es difícil pensar en una intervención de la Iglesia,
o bien sobre la Iglesia, que no se refiera a la civilización del
amor.
La expresión
se relaciona con la tradición de la “iglesia doméstica” en los orígenes del cristianismo, pero tiene una preciosa
referencia incluso para la época actual. Etimológicamente, el término
“civilización” deriva efectivamente de “civis”, “ciudadano”, y subraya la
dimensión política de la existencia de cada individuo. Sin embargo, el
significado más profundo de la expresión “civilización” no es solamente político
sino más bien “humanístico”. La civilización pertenece a la historia del hombre,
porque corresponde a sus exigencias espirituales y morales: éste, creado a
imagen y semejanza de Dios, ha recibido el mundo de manos del Creador con el
compromiso de plasmarlo a su propia imagen y semejanza. Precisamente del
cumplimiento de este cometido deriva la civilización, que, en definitiva, no es
otra cosa que la “humanización del mundo”.
Civilización
tiene, pues, en cierto modo, el mismo significado que “cultura”. Por esto se
podría decir también: “cultura del amor”, aunque es preferible mantener la
expresión que se ha hecho ya familiar. La civilización del amor, con el
significado actual del término, se inspira en las palabras de la constitución
conciliar Gaudium et spes: “Cristo... manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre y le descubre la grandeza de su vocación”34. Por esto se puede
afirmar que la civilización del amor se basa en la revelación de Dios, que “es
amor”, como dice Juan (1 Jn 4, 8. 16), y que está expresada de modo admirable
por Pablo con el himno a la caridad, en la primera carta a los Corintios (cf.
13, 1-13). Esta civilización está íntimamente relacionada con el amor que “ha
sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”
(Rm 5, 5), y que crece gracias al cuidado constante del que habla, de manera tan
sugestiva, la alegoría evangélica de la vid y los sarmientos: “Yo soy la vid
verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo
corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto” (Jn 15, 1-2).
A la luz de
estos y de otros textos del Nuevo Testamento es posible comprender lo que se
entiende por “civilización del amor”, y por qué la familia está unida
orgánicamente a esta civilización. Si el primer “camino de la Iglesia” es la
familia, conviene añadir que lo es también la civilización del amor, pues la
Iglesia camina por el mundo y llama a seguir este camino a las familias y a las
otras instituciones sociales, nacionales e internacionales, precisamente en
función de las familias y por medio de ellas. En efecto, la familia depende por
muchos motivos de la civilización del amor, en la cual encuentra las razones de
su ser como tal. Y al mismo tiempo, la familia es el centro y el corazón de la
civilización del amor.
Sin embargo,
no hay verdadero amor sin la conciencia de que Dios “es Amor”, y de que el
hombre es la única criatura en la tierra que Dios ha llamado “por sí misma” a la
existencia. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, sólo puede
“encontrar su plenitud” mediante la entrega sincera de sí mismo. Sin este
concepto del hombre, de la persona y de la “comunión de personas” en la familia,
no puede haber civilización del amor; recíprocamente, sin ella es imposible este
concepto de persona y de comunión de personas. La familia constituye la “célula”
fundamental de la sociedad. Pero hay necesidad de Cristo “vid” de la que reciben
savia los “sarmientos”— para que esta célula no esté expuesta a la amenaza de
una especie de desarraigo cultural, que puede venir tanto de dentro como de
fuera. En efecto, si por un lado existe la “civilización del amor”, por otro
está la posibilidad de una “anticivilización” destructora, como demuestran hoy
tantas tendencias y situaciones de hecho.
¿Quién puede
negar que la nuestra es una época de gran crisis, que se manifiesta ante todo
como profunda “crisis de la verdad”? Crisis de la verdad significa, en primer
lugar, crisis de conceptos. Los términos “amor”, “libertad”, “entrega sincera” e
incluso “persona”, “derechos de la persona”, ¿significan realmente lo que por su
naturaleza contienen? He aquí por qué resulta tan significativa e importante
para la Iglesia y para el mundo —ante todo en Occidente la encíclica sobre el
“esplendor de la verdad” (Veritatis splendor). Solamente si la verdad sobre la
libertad y la comunión de las personas en el matrimonio y en la familia recupera
su esplendor, empezará verdaderamente la edificación de la civilización del amor
y será entonces posible hablar con eficacia —como hace el Concilio— de “promover
la dignidad del matrimonio y de la familia”35.
¿Por qué es
tan importante el “esplendor de la verdad”? Ante todo, lo es por contraste: el
desarrollo de la civilización contemporánea está vinculado a un progreso
científico-tecnológico que se verifica de manera muchas veces unilateral,
presentando como consecuencia características puramente positivistas. Como se
sabe, el positivismo produce como frutos el agnosticismo a nivel teórico y el
utilitarismo a nivel práctico y ético. En nuestros tiempos la historia, en
cierto sentido, se repite. El utilitarismo es una civilización basada en
producir y disfrutar; una civilización de las “cosas” y no de las “personas”;
una civilización en la que las personas se usan como si fueran cosas. En el
contexto de la civilización del placer, la mujer puede llegar a ser un objeto
para el hombre, los hijos un obstáculo para los padres, la familia una
institución que dificulta la libertad de sus miembros. Para convencerse de ello,
basta examinar ciertos programas de educación sexual, introducidos en las
escuelas, a menudo contra el parecer y las protestas de muchos padres; o bien
las corrientes abortistas, que en vano tratan de esconderse detrás del llamado
“derecho de elección” (“pro choice”) por parte de ambos esposos, y
particularmente por parte de la mujer. Éstos son sólo dos ejemplos de los muchos
que podrían recordarse.
Es evidente
que en semejante situación cultural, la familia no puede dejar de sentirse
amenazada, porque está acechada en sus mismos fundamentos. Lo que es contrario a
la civilización del amor es contrario a toda la verdad sobre el hombre y es una
amenaza para él: no le permite encontrarse a sí mismo ni sentirse seguro como
esposo, como padre, como hijo. El llamado “sexo seguro”, propagado por la
“civilización técnica”, es en realidad, bajo el aspecto de las exigencias
globales de la persona, radicalmente no-seguro, e incluso gravemente peligroso.
En efecto, la persona se encuentra ahí en peligro, y, a su vez, está en peligro
la familia. ¿Cuál es el peligro? Es la pérdida de la verdad sobre la familia, a
la que se añade el riesgo de la pérdida de la libertad y, por consiguiente, la
pérdida del amor mismo. “Conoceréis la verdad dice Jesús— y la verdad os hará
libres” (Jn 8, 32). La verdad, sólo la verdad, os preparará para un amor del que
se puede decir que es “hermoso”.
La familia
contemporánea, como la de siempre, va buscando el “amor hermoso”. Un amor no
“hermoso”, o sea, reducido sólo a satisfacción de la concupiscencia (cf. 1 Jn 2,
16) o a un recíproco “uso” del hombre y de la mujer, hace a las personas
esclavas de sus debilidades. ¿No favorecen esta esclavitud ciertos “programas
culturales” modernos? Son programas que “juegan” con las debilidades del hombre,
haciéndolo así más débil e indefenso.
La
civilización del amor evoca la alegría: alegría, entre otras cosas, porque un
hombre viene al mundo (cf. Jn 16, 21) y, consiguientemente, porque los esposos
llegan a ser padres. Civilización del amor significa “alegrarse con la verdad”
(cf. 1 Co 13, 6); pero una
civilización inspirada en una mentalidad consumista y antinatalista no es
ni puede ser nunca una civilización del amor. Si la familia es tan importante
para la civilización del amor, lo es por la particular cercanía e intensidad de
los vínculos que se instauran en ella entre las personas y las generaciones. Sin
embargo, es vulnerable y puede sufrir fácilmente los peligros que debilitan o
incluso destruyen su unidad y estabilidad. Debido a tales peligros, las familias
dejan de dar testimonio de la civilización del amor e incluso pueden ser su
negación, una especie de antitestimonio. Una familia disgregada puede, a su vez,
generar una forma concreta de “anticivilización”, destruyendo el amor en los
diversos ámbitos en los que se expresa, con inevitables repercusiones en el
conjunto de la vida social.
El amor es
exigente
14. El amor, al que
el apóstol Pablo dedicó un himno en la primera carta a los Corintios —amor
“paciente”,
“servicial”, y que “todo lo soporta” (1 Co 13, 4. 7)—, es ciertamente exigente.
Su belleza está precisamente en el hecho de ser exigente, porque de este modo
constituye el verdadero bien del hombre y lo irradia también a los demás. En
efecto, el bien —dice santo Tomás— es por su naturaleza
“difusivo”36.
El amor es
verdadero cuando crea el bien de las personas y de las comunidades, lo crea y lo
da a los demás. Sólo quien, en nombre del amor, sabe ser exigente consigo mismo,
puede exigir amor de los demás; porque el amor es exigente. Lo es en cada
situación humana; lo es aún más para quien se abre al Evangelio. ¿No es esto lo
que Jesús proclama en “su” mandamiento? Es necesario que los hombres de hoy
descubran este amor exigente, porque en él está el fundamento verdaderamente
sólido de la familia; un fundamento
que es capaz de “soportar todo”. Según el Apóstol, el amor no es capaz de
“soportar todo” si es “envidioso”, si “es jactancioso”, si “se engríe”, si no
“es decoroso” (cf. 1 Co 13, 4-5). El verdadero amor, enseña san Pablo, es
distinto: “Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta” (1 Co 13,
7).
Precisamente
este amor “soportará todo”. Actúa en él la poderosa fuerza de Dios mismo, que
“es amor” (1 Jn 4, 8. 16). Actúa en él la poderosa fuerza de Cristo, redentor
del hombre y salvador del mundo.
Al meditar
el capítulo 13 de la primera carta de Pablo a los Corintios, nos situamos en el
camino que nos ayuda a comprender, de modo más inmediato e incisivo, la plena
verdad sobre la civilización del amor.
Ningún otro
texto bíblico expresa esa verdad de una manera más simple y profunda que el
himno a la caridad.
Los peligros
que incumben sobre el amor constituyen también una amenaza a la civilización del
amor, porque favorecen lo que es capaz de contrastarlo eficazmente. Piénsese
ante todo en el egoísmo, no sólo a nivel individual, sino también de la pareja
o, en un ámbito aún más vasto, en el egoísmo social, por ejemplo, de clase o de
nación (nacionalismo). El egoísmo, en cualquiera de sus formas, se opone directa
y radicalmente a la civilización del amor. ¿Acaso se quiere decir que ha de
definirse el amor simplemente como “antiegoísmo”? Sería una definición demasiado
pobre y, en definitiva, sólo negativa, aunque es verdad que para realizar el
amor y la civilización del amor deben superarse varias formas de egoísmo. Es más
justo hablar de “altruismo”, que es la antítesis del egoísmo. Pero aún más rico
y completo es el concepto de amor, ilustrado por san Pablo. El himno a la
caridad de la primera carta a los Corintios es como la carta magna de la
civilización del amor. En él no se trata tanto de manifestaciones individuales
(sea del egoísmo, sea del altruismo), cuanto de la aceptación radical del
concepto de hombre como persona que “se encuentra plenamente” mediante la
entrega sincera de sí mismo. Una entrega es, obviamente, “para los demás”: ésta
es la dimensión más importante de la civilización del amor.
Entramos así
en el núcleo mismo de la verdad evangélica sobre la libertad. La persona se
realiza mediante el ejercicio de la libertad en la verdad. La libertad no puede
ser entendida como facultad de hacer cualquier cosa. Libertad significa entrega
de uno mismo, es más, disciplina interior de la entrega. En el concepto de
entrega no está inscrita solamente la libre iniciativa del sujeto, sino también
la dimensión del deber. Todo esto se realiza en la “comunión de las personas”.
Nos situamos así en el corazón mismo de cada familia.
Nos
encontramos también sobre las huellas de la antítesis entre individualismo y
personalismo. El amor, la civilización del amor, se relaciona con el
personalismo. ¿Por qué precisamente con el personalismo? ¿Por qué el
individualismo amenaza la civilización del amor? La clave de la respuesta está
en la expresión conciliar: “una entrega sincera”. El individualismo supone un
uso de la libertad por el cual el sujeto hace lo que quiere, “estableciendo” él mismo “la
verdad” de lo que le gusta o le resulta útil. No admite que otro “quiera” o
exija algo de él en nombre de una verdad objetiva. No quiere “dar” a otro
basándose en la verdad; no quiere convertirse en una “entrega sincera”. El
individualismo es, por tanto, egocéntrico y egoísta. La antítesis con el
personalismo nace no solamente en el terreno de la teoría, sino aún más en el
del “ethos”. El “ethos” del personalismo es altruista: mueve a la persona a
entregarse a los demás y a encontrar gozo en ello. Es el gozo del que habla
Cristo (cf. Jn 15, 11; 16, 20. 22).
Conviene,
pues, que la sociedad humana, y en ella las familias, que a menudo viven en un
contexto de lucha entre la civilización del amor y sus antítesis, busquen su
fundamento estable en una justa visión del hombre y de lo que determina la plena
“realización” de su humanidad. Ciertamente contrario a la civilización del amor
es el llamado “amor libre”, tanto o más peligroso porque es presentado
frecuentemente como fruto de un sentimiento “verdadero”, mientras de hecho
destruye el amor. ¡Cuántas familias se han disgregado precisamente por el “amor
libre”! En cualquier caso, seguir el “verdadero” impulso afectivo, en nombre de
un amor “libre” de condicionamientos, en realidad significa hacer al hombre
esclavo de aquellos instintos humanos, que santo Tomás llama “pasiones del
alma”37. El “amor libre” explota las debilidades humanas dándoles un
cierto “marco” de nobleza con la ayuda de la seducción y con el apoyo de la
opinión pública. Se trata así de “tranquilizar” las conciencias, creando una
“coartada moral”. Sin embargo, no se toman en consideración todas sus
consecuencias, especialmente cuando, además del cónyuge, sufren los hijos,
privados del padre o de la madre y condenados a ser de hecho huérfanos de padres
vivos.
Como es
sabido, en la base del utilitarismo ético está la búsqueda constante del
“máximo” de felicidad: una “felicidad utilitarista”, entendida sólo como placer,
como satisfacción inmediata del individuo, por encima o en contra de las
exigencias objetivas del verdadero bien.
El proyecto
del utilitarismo, basado en una libertad orientada con sentido individualista, o
sea, una libertad sin responsabilidad, constituye la antítesis del amor, incluso
como expresión de la civilización humana considerada en su conjunto. Cuando este
concepto de libertad encuentra eco en la sociedad, aliándose fácilmente con las
más diversas formas de debilidad humana, se manifiesta muy pronto como una
sistemática y permanente amenaza para la familia. A este respecto, se podrían
citar muchas consecuencias nefastas, documentables a nivel estadístico, aunque
no pocas de ellas quedan escondidas en los corazones de los hombres y de las
mujeres, como heridas dolorosas y sangrantes.
El amor de
los esposos y de los padres tiene la capacidad de curar semejantes heridas, si
las mencionadas insidias no le privan de su fuerza de regeneración, tan benéfica
y saludable para la comunidad humana.
Esta
capacidad depende de la gracia divina del perdón y de la reconciliación, que
asegura la energía espiritual para empezar siempre de nuevo. Precisamente por
esto, los miembros de la familia necesitan encontrar a Cristo en la Iglesia a
través del admirable sacramento de la penitencia y de la reconciliación.
En este
contexto se puede ver cuán importante es la oración con las familias y por las
familias, en particular, las que se ven amenazadas por la división. Es necesario
rezar para que los esposos amen su vocación, incluso cuando el camino resulta
difícil o encuentra tramos angostos y escarpados, aparentemente insuperables;
hay que rezar para que incluso entonces sean fieles a su alianza con Dios.
“La familia
es el camino de la Iglesia”. En esta carta deseo profesar y anunciar a la vez
este camino que, a través de la vida conyugal y familiar, lleva al reino de los
cielos (cf. Mt 7, 14). Es importante que la “comunión de las personas” en la
familia sea preparación para la “comunión de los santos”. Por esto la Iglesia
confiesa y anuncia el amor que “todo lo soporta”, viendo en él, con san Pablo,
la virtud “mayor” (cf. 1 Co 13, 7. 13). El Apóstol no pone límites a nadie. Amar
es vocación de todos, también de los esposos y de las familias. En efecto, en la
Iglesia todos están llamados igualmente a la perfección de la santidad (cf. Mt
5, 48)38.
Cuarto
mandamiento: “Honra a tu padre y a tu madre”
15. El cuarto
mandamiento del Decálogo se refiere a la familia, a su cohesión interna; y,
podría decirse, a su solidaridad.
En su
formulación no se habla explícitamente de la familia; pero, de hecho, se trata
precisamente de ella. Para expresar la comunión entre generaciones, el divino
Legislador no encontró palabra más apropiada que ésta: “Honra...” (Ex 20, 12).
Estamos ante otro modo de expresar lo que es la familia. Dicha formulación no la
exalta “artificialmente”, sino que ilumina su subjetividad y los derechos que
derivan de ello. La familia es una comunidad de relaciones interpersonales
particularmente intensas: entre esposos, entre padres e hijos, entre
generaciones. Es una comunidad que ha de ser especialmente garantizada. Y Dios
no encuentra garantía mejor que ésta: “Honra”.
“Honra a tu
padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el
Señor, tu Dios, te va a dar” (Ex 20, 12). Este mandamiento sigue a los tres
preceptos fundamentales que atañen a la relación del hombre y del pueblo de
Israel con Dios: “Shemá, Israel”, “Escucha, Israel. El Señor nuestro Dios es el
único Señor” (Dt 6, 4). “No habrá para ti otros dioses delante de mí” (Ex 20,
3). Éste es el primer y mayor mandamiento del amor a Dios “por encima de todo”:
él tiene que ser amado “con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu
fuerza” (Dt 6, 5; cf. Mt 22, 37). Es significativo que el cuarto mandamiento se
inserte precisamente en este contexto. “Honra a tu padre y a tu madre”, para que
ellos sean para ti, en cierto modo, los representantes de Dios, quienes te han
dado la vida y te han introducido en la existencia humana: en una estirpe,
nación y cultura. Después de Dios son ellos tus primeros bienhechores. Si Dios
es el único bueno, más aún, el Bien mismo, los padres participan singularmente
de esta bondad suprema. Por tanto: ¡honra a tus padres! Hay aquí una cierta
analogía con el culto debido a Dios.
El cuarto
mandamiento está estrechamente vinculado con elmandamiento del amor. Es profunda
la relación entre “honra” y “amor”. La honra está relacionada esencialmente con
la virtud de la justicia, pero ésta, a su vez, no puede desarrollarse plenamente
sin referirse al amor a Dios y al prójimo. Y ¿quién es más prójimo que los
propios familiares, que los padres y que los hijos?
¿Es
unilateral el sistema interpersonal indicado en el cuarto mandamiento? ¿Obliga
éste a honrar sólo a los padres? Literalmente, sí; pero, indirectamente, podemos
hablar también de la “honra” que los padres deben a los hijos. “Honra” quiere
decir: reconoce, o sea, déjate guiar por el reconocimiento convencido de la
persona, de la del padre y de la madre ante todo, y también de la de todos los
demás miembros de la familia. La honra es una actitud esencialmente
desinteresada. Podría decirse que es “una entrega sincera de la persona a la
persona” y, en este sentido, la honra coincide con el amor. Si el cuarto
mandamiento exige honrar al padre y a la madre, lo hace por el bien de la
familia; pero, precisamente por esto, presenta unas exigencias a los mismos
padres. ¡Padres —parece recordarles el precepto divino—, actuad de modo que
vuestro comportamiento merezca la honra (y el amor) por parte de vuestros hijos!
¡No dejéis caer en un “vacío moral” la exigencia divina de honra para vosotros!
En definitiva, se trata pues de una honra recíproca. El mandamiento “honra a tu
padre y a tu madre” dice indirectamente a los padres: Honrad a vuestros hijos e
hijas. Lo merecen porque existen, porque son lo que son: esto es válido desde el
primer momento de su concepción. Así, este mandamiento, expresando el vínculo
íntimo de la familia, manifiesta el
fundamento de su cohesión interior.
El
mandamiento prosigue: “para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el
Señor, tu Dios, te va a dar” (Ex 20, 12). Este “para que” podría dar la
impresión de un cálculo “utilitarista”: honrar con miras a la futura longevidad.
Entre tanto, decimos que esto no disminuye el significado esencial del
imperativo “honra”, vinculado por su naturaleza con una actitud desinteresada.
Honrar nunca significa: “prevé las ventajas”. Sin embargo, no es fácil reconocer
que de la actitud de honra recíproca, existente entre los miembros de la
comunidad familiar, deriva también una ventaja de naturaleza diversa. La “honra”
es ciertamente útil, como “útil” es todo verdadero bien.
La familia
realiza, ante todo, el bien del “estar juntos”, bien por excelencia del
matrimonio (de ahí su indisolubilidad) y de la comunidad familiar. Se lo podría
definir, además, como bien de los sujetos. En efecto, la persona es un sujeto y
lo es también la familia, al estar constituida por personas que, unidas por un
profundo vínculo de comunión, forman un único sujeto comunitario. Asimismo, la
familia es sujeto más que otras instituciones sociales: lo es más que la nación,
que el Estado, más que la sociedad y que las organizaciones internacionales.
Estas sociedades, especialmente las naciones, gozan de subjetividad propia en la
medida en que la reciben de las personas y de sus familias. ¿Son, éstas,
observaciones sólo “teóricas”, formuladas con el fin de “exaltar” la familia
ante la opinión pública? No, se trata más bien de otro modo de expresar lo que
es la familia. Y esto se deduce también del cuarto mandamiento.
Es una
verdad que merece ser destacada y profundizada. En efecto, subraya la
importancia de este mandamiento incluso para el sistema moderno de los derechos
del hombre. Los ordenamientos institucionales usan el lenguaje jurídico. En
cambio, Dios dice: “honra”. Todos los “derechos del hombre” son, en definitiva,
frágiles e ineficaces, si en su base falta el imperativo: “honra”; en otras
palabras, si falta el reconocimiento del hombre por el simple hecho de que es
hombre, “este” hombre. Por sí solos, los derechos no bastan.
Por tanto,
no es exagerado afirmar que la vida de las naciones, de los Estados y de las
organizaciones internacionales “pasa” a través de la familia y “se fundamenta”
en el cuarto mandamiento del Decálogo.
La época en
que vivimos, no obstante las múltiples Declaraciones de tipo jurídico que han
sido elaboradas, está amenazada en gran medida por la “alienación”, como fruto
de premisas “iluministas” según las cuales el hombre es “más” hombre si es
“solamente” hombre. No es difícil descubrir cómo la alienación de todo lo que de
diversas formas pertenece a la plena riqueza del hombre insidia nuestra época. Y
esto repercute en la familia. En efecto, la afirmación de la persona está
relacionada en gran medida con la familia y, por consiguiente, con el cuarto
mandamiento. En el designio de Dios la familia es, bajo muchos aspectos, la
primera escuela del ser humano. ¡Sé hombre! —es el imperativo que en ella se
transmite—, hombre como hijo de la patria, como ciudadano del Estado y, se dice
hoy, como ciudadano del mundo. Quien ha dado el cuarto mandamiento a la
humanidad es un Dios “benévolo” con el hombre, (filanthropos, decían los
griegos). El Creador del universo es el Dios del amor y de la vida. Él quiere
que el hombre tenga la vida y la tenga en abundancia, como proclama Cristo (cf.
Jn 10, 10): que tenga la vida ante todo gracias a la familia.
Parece
claro, pues, que la “civilización del amor” está estrechamente relacionada con
la familia. Para muchos la civilización del amor constituye todavía una pura
utopía. En efecto, se cree que el amor no puede ser exigido por nadie ni puede
imponerse: sería una elección libre que los hombres pueden aceptar o rechazar.
Hay parte de
verdad en todo esto. Sin embargo, está el hecho de que Jesucristo nos dejó el
mandamiento del amor, así como Dios había ordenado en el monte Sinaí: “Honra a
tu padre y a tu madre”. Pues el amor no es una utopía: ha sido dado al hombre
como un cometido que cumplir con la ayuda de la gracia divina. Ha sido
encomendado al hombre y a la mujer, en el sacramento del matrimonio, como
principio fontal de su “deber”, y es para ellos el fundamento de su compromiso
recíproco: primero el conyugal, y luego el paterno y materno. En la celebración
del sacramento, los esposos se entregan y se reciben recíprocamente, declarando
su disponibilidad a acoger y educar la prole. Aquí están las bases de la
civilización humana, la cual no puede definirse más que como “civilización del
amor”.
La familia
es expresión y fuente de este amor; a través de ella pasa la corriente principal
de la civilización del amor, que encuentra en la familia sus “bases sociales”.
Los Padres
de la Iglesia, en la tradición cristiana, han hablado de la familia como
“iglesia doméstica”, como “pequeña iglesia”. Se referían así a la civilización
del amor como un posible sistema de
vida y de convivencia humana. “Estar juntos” como familia, ser los unos para los
otros, crear un ámbito comunitario para la afirmación de cada hombre como tal,
de “este” hombre concreto. A veces puede tratarse de personas con limitaciones
físicas o psíquicas, de las cuales prefiere liberarse la sociedad llamada
“progresista”. Incluso la familia puede llegar a comportarse como dicha
sociedad. De hecho lo hace cuando se libra fácilmente de quien es anciano o está
afectado por malformaciones o sufre enfermedades. Se actúa así porque falta la
fe en aquel Dios por el cual “todos viven” (Lc 20, 38) y están llamados a la
plenitud de la vida.
Sí, la
civilización del amor es posible, no es una utopía. Pero es posible sólo gracias
a una referencia constante y viva a “Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,
de quien proviene toda paternidad 1 en el mundo” (cf. Ef 3, 14-15); de quien
proviene cada familia humana.
La educación
16. ¿En qué consiste
la educación? Para responder a esta pregunta hay que recordar dos verdades
fundamentales. La primera es que el hombre está llamado a vivir en la verdad y
en el amor. La segunda es que cada hombre se realiza mediante la entrega sincera
de sí mismo. Esto es válido tanto para quien educa como para quien es educado.
La educación es, pues, un proceso singular en el que la recíproca comunión de
las personas está llena de grandes significados. El educador es una persona que
“engendra” en sentido espiritual. Bajo esta perspectiva, la educación puede ser
considerada un verdadero apostolado.
Es una
comunicación vital, que no sólo establece una relación profunda entre educador y
educando, sino que hace participar a ambos en la verdad y en el amor, meta final
a la que está llamado todo hombre por parte de Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo.
La
paternidad y la maternidad suponen la coexistencia y la interacción de sujetos
autónomos. Esto es bien evidente en la madre cuando concibe un nuevo ser humano.
Los primeros meses de su presencia en el seno materno crean un vínculo
particular, que ya tiene un valor educativo. La madre, ya durante el embarazo,
forma no sólo el organismo del hijo, sino indirectamente toda su humanidad.
Aunque se trate de un proceso que va de la madre hacia el hijo, no debe
olvidarse la influencia específica que el que está para nacer ejerce sobre la
madre. En esta influencia recíproca, que se manifestará exteriormente después de
nacer el niño, no participa directamente el padre. Sin embargo, él debe
colaborar responsablemente ofreciendo sus cuidados y su apoyo durante el
embarazo e incluso, si es posible, en el momento del parto.
Para la
“civilización del amor” es esencial que el hombre sienta la maternidad de la
mujer, su esposa, como un don. En efecto, ello influye enormemente en todo el
proceso educativo. Mucho depende de su disponibilidad a tomar parte de manera
adecuada en esta primera fase de donación de la humanidad, y a dejarse implicar,
como marido y padre, en la maternidad de su mujer.
La educación
es, pues, ante todo una “dádiva” de humanidad por parte de ambos padres: ellos
transmiten juntos su humanidad madura al recién nacido, el cual, a su vez, les
da la novedad y el frescor de la humanidad que trae consigo al mundo. Esto se
verifica incluso en el caso de niños marcados por limitaciones psíquicas o
físicas. Es más, en tal caso su situación puede desarrollar una fuerza educativa
muy particular.
Con razón,
pues, la Iglesia pregunta durante el rito del matrimonio: “¿Estáis dispuestos a
recibir de Dios responsable y amorosamente los hijos, y a educarlos según la ley
de Cristo y de su Iglesia?”39. El amor conyugal se manifiesta en la
educación, como verdadero amor de padres. La “comunión de personas”, que al
comienzo de la familia se expresa como amor conyugal, se completa y se
perfecciona extendiéndose a los hijos con la educación. La potencial riqueza,
constituida por cada hombre que nace y crece en la familia, es asumida
responsablemente de modo que no degenere ni se pierda, sino que se realice en
una humanidad cada vez más madura. Esto es también un dinamismo de reciprocidad,
en el cual los padres-educadores son, a su vez, educados en cierto modo.
Maestros de humanidad de sus
propios hijos, la aprenden de ellos. Aquí emerge evidentemente la estructura
orgánica de la familia y se manifiesta el significado fundamental del cuarto
mandamiento.
El
“nosotros” de los padres, marido y mujer, se desarrolla, por medio de la
generación y de la educación, en el “nosotros” de la familia, que deriva de las
generaciones precedentes y se abre a una gradual expansión. A este respecto,
desempeñan un papel singular, por un lado, los padres de los padres y, por otro,
los hijos de los hijos.
Si al dar la
vida los padres colaboran en la obra creadora de Dios, mediante la educación
participan de su pedagogía paterna y materna a la vez. La paternidad divina,
según san Pablo, es el modelo originario de toda paternidad y maternidad en el
cosmos (cf. Ef 3, 14-15), especialmente de la maternidad y paternidad humanas.
Sobre la pedagogía divina nos ha enseñado plenamente el Verbo eterno del Padre,
que al encarnarse ha revelado al hombre la dimensión verdadera e integral de su
humanidad: la filiación divina. Y así ha revelado también cuál es el verdadero
significado de la educación del hombre. Por medio de Cristo toda educación, en
familia y fuera de ella, se inserta en la dimensión salvífica de la pedagogía
divina, que está dirigida a los hombres y a las familias, y que culmina en el
misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor. De este “centro” de
nuestra redención arranca todo proceso de educación cristiana, que al mismo
tiempo es siempre educación para la plena humanidad. Los padres son los primeros y
principales educadores de sus propios hijos, y en este campo tienen incluso una
competencia fundamental: son educadores por ser padres. Comparten su misión
educativa con otras personas e instituciones, como la Iglesia y el Estado. Sin
embargo, esto debe hacerse siempre aplicando correctamente el principio de
subsidiariedad. Esto implica la legitimidad e incluso el deber de una ayuda a
los padres, pero encuentra su límite intrínseco e insuperable en su derecho
prevalente y en sus posibilidades efectivas. El principio de subsidiariedad, por
tanto, se pone al servicio del amor de los padres, favoreciendo el bien del
núcleo familiar. En efecto, los padres no son capaces de satisfacer por sí solos
las exigencias de todo el proceso educativo, especialmente lo que atañe a la
instrucción y al amplio sector de la socialización. La subsidiariedad completa
así el amor paterno y materno, ratificando su carácter fundamental, porque
cualquier otro colaborador en el proceso educativo debe actuar en nombre de los
padres, con su consentimiento y, en cierto modo, incluso por encargo suyo.
El proceso
educativo lleva a la fase de la autoeducación, que se alcanza cuando, gracias a
un adecuado nivel de madurez psicofísica, el hombre empieza a “educarse él
solo”. Con el paso de los años, la autoeducación supera las metas alcanzadas
previamente en el proceso educativo, en el cual, sin embargo, sigue teniendo sus
raíces. El adolescente encuentra nuevas personas y nuevos ambientes,
concretamente los maestros y compañeros de escuela, que ejercen en su vida una
influencia que puede resultar educativa o antieducativa.
En esta
etapa se aleja, en cierto modo, de la educación recibida en familia, asumiendo a
veces una actitud crítica con los padres. Pero, a pesar de todo, el proceso de
autoeducación está marcado por la influencia educativa ejercida por la familia y
por la escuela sobre el niño y sobre el muchacho. El joven, transformándose y
encaminándose también en la propia dirección, sigue quedando íntimamente
vinculado a sus raíces existenciales.
Sobre esta
perspectiva se perfila, de manera nueva, el significado del cuarto mandamiento:
“Honra a tu padre y a tu madre” (Ex 20, 12), el cual está relacionado
orgánicamente con todo el proceso educativo. La paternidad y maternidad,
elemento primero y fundamental en el proceso de dar la humanidad, abren ante los
padres y los hijos perspectivas nuevas y más profundas. Engendrar según la carne
significa preparar la ulterior “generación”, gradual y compleja, mediante todo
el proceso educativo. El mandamiento del Decálogo exige al hijo que honre a su
padre y a su madre; pero, como ya se ha dicho, el mismo
mandamiento
impone a los padres un deber en cierto modo “simétrico”. Ellos también deben “honrar” a sus propios hijos, sean
pequeños o grandes, y esta actitud es indispensable durante todo el proceso
educativo, incluido el escolar. El “principio de honrar”, es decir, el
reconocimiento y el respeto del hombre como hombre, es la condición fundamental
de todo proceso educativo auténtico.
En el ámbito
de la educación la Iglesia tiene un papel específico que desempeñar. A la luz de
la tradición y del magisterio conciliar, se puede afirmar que no se trata sólo
deconfiar a la Iglesia la educación religioso-moral de la persona, sino de
promover todo el proceso educativo de la persona “junto con” la Iglesia. La
familia está llamada a desempeñar su deber educativo en la Iglesia, participando
así en la vida y en la misión eclesial. La Iglesia desea educar sobre todo por
medio de la familia, habilitada para ello por el sacramento, con la correlativa
“gracia de estado” y el específico “carisma” de la comunidad familiar.
Uno de los campos en los que la familia
es insustituible es ciertamente el de la educación religiosa, gracias a la cual
la familia crece como “iglesia doméstica”. La educación religiosa y la
catequesis de los hijos sitúan a la familia en el ámbito de la Iglesia como un
verdadero sujeto de evangelización y de apostolado.
Se trata de
un derecho relacionado íntimamente con el principio de la libertad religiosa.
Las familias, y más concretamente los padres, tienen la libre facultad de
escoger para sus hijos un determinado modelo de educación religiosa y moral, de
acuerdo con las propias convicciones. Pero incluso cuando confían estos
cometidos a instituciones eclesiásticas o a escuelas dirigidas por personal
religioso, es necesario que su presencia educativa siga siendo constante y
activa.
No hay que
descuidar, en el contexto de la educación, la cuestión esencial del
discernimiento de la vocación y, en éste, la preparación para la vida
matrimonial, en particular. Son notables los esfuerzos e iniciativas emprendidas
por la Iglesia de cara a la preparación para el matrimonio, por ejemplo, los
cursillos prematrimoniales. Todo esto es válido y necesario; pero no hay que
olvidar que la preparación para la futura vida de pareja es cometido sobre todo
de la familia. Ciertamente, sólo las familias espiritualmente maduras pueden
afrontar de manera adecuada esta tarea. Por esto se subraya la exigencia de una
particular solidaridad entre las familias, que puede expresarse mediante
diversas formas organizativas, como las asociaciones de familias para las
familias. La institución familiar sale reforzada de esta solidaridad, que acerca
entre sí no sólo a los individuos, sino también a las comunidades,
comprometiéndolas a rezar juntas y a buscar con la ayuda de todos las respuestas
a las preguntas esenciales que plantea la vida. ¿No es ésta una forma
maravillosa de apostolado de las familias entre sí? Es importante que las
familias traten de construir entre ellas lazos de solidaridad. Esto, sobre todo,
les permite prestarse mutuamente un servicio educativo común: los padres son
educados por medio de otros padres, los hijos por medio de otros hijos. Se crea
así una peculiar tradición educativa, que encuentra su fuerza en el carácter de
“iglesia doméstica”, que es propio de la familia.
Es el
evangelio del amor la fuente inagotable de todo lo que nutre a la familia como
“comunión de personas”. En el amor encuentra ayuda y significado definitivo todo
el proceso educativo, como fruto maduro de la recíproca entrega de los padres. A
través de los esfuerzos, sufrimientos y desilusiones, que acompañan la educación
de la persona, el amor no deja de estar sometido a un continuo examen. Para
superar esta prueba se necesita una fuerza espiritual que se encuentra sólo en
Aquel que “amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). De este modo, la educación se sitúa
plenamente en el horizonte de la “civilización del amor”; depende de ella y, en
gran medida, contribuye a construirla.
La Iglesia
ora de forma incesante y confiada durante el Año de la familia por la educación
del hombre, para que las familias perseveren en su deber educativo con valentía,
confianza y esperanza, a pesar de las dificultades a veces tan graves que
parecen insuperables. La Iglesia reza para que venzan las fuerzas de la
“civilización del amor”, que brotan de la fuente del amor de Dios; fuerzas que
la Iglesia emplea sin cesar para el bien de toda la familia humana.
La familia y
la sociedad
17. La familia es una
comunidad de personas, la célula social más pequeña y, como tal, es una
institución fundamental para la vida de toda sociedad.
La familia
como institución, ¿qué espera de la sociedad? Ante todo que sea reconocida en su
identidad y aceptada en su naturaleza de sujeto social. Ésta va unida a la
identidad propia del matrimonio y de la familia. El matrimonio, que es la base
de la institución familiar, está formado por la alianza “por la que el varón y
la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su
misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la
prole”40. Sólo una unión así puede ser reconocida y confirmada como
“matrimonio” en la sociedad. En cambio, no lo pueden ser las otras uniones
interpersonales que no responden a las condiciones recordadas antes, a pesar de
que hoy día se difunden, precisamente sobre este punto, corrientes bastante
peligrosas para el futuro de la familia y de la misma sociedad.
¡Ninguna
sociedad humana puede correr el riesgo del permisivismo en cuestiones de fondo
relacionadas con la esencia del matrimonio y de la familia! Semejante
permisivismo moral llega a perjudicar las auténticas exigencias de paz y de
comunión entre los hombres. Así se comprende por qué la Iglesia defiende con
energía la identidad de la familia y exhorta a las instituciones competentes,
especialmente a los responsables de la política, así como a las organizaciones
internacionales, a no caer en la tentación de una aparente y falsa modernidad.
La familia,
como comunidad de amor y de vida, es una realidad social sólidamente arraigada
y, a su manera, una sociedad soberana, aunque condicionada en varios aspectos.
La afirmación de la soberanía de la institución-familia y la constatación de sus
múltiples condicionamientos inducen a hablar de los derechos de la familia. A
este respecto, la Santa Sede publicó en el año 1983 la Carta de los derechos de
la familia, que conserva aún hoy toda su actualidad.
Los derechos
de la familia están íntimamente relacionados con los derechos del hombre. En
efecto, si la familia es comunión de personas, su autorrealización depende en
medida significativa de la justa aplicación de los derechos de las personas que
la componen. Algunos de estos derechos atañen directamente a la familia, como el
derecho de los padres a la procreación responsable y a la educación de la prole;
en cambio, otros derechos atañen al núcleo familiar sólo indirectamente. Entre
éstos, tienen singular importancia el derecho a la propiedad, especialmente la
llamada propiedad familiar, y el derecho al trabajo.
Sin embargo,
los derechos de la familia no son simplemente la suma matemática de los derechos
de la persona, siendo la familia algo más que la suma de sus miembros
considerados singularmente. La familia es comunidad de padres e hijos; a veces,
comunidad de diversas generaciones. Por esto, su subjetividad, que se construye
sobre la base del designio de Dios, fundamenta y exige derechos propios y
específicos.
La Carta de
los derechos de la familia, partiendo de los mencionados principios morales,
consolida la existencia de la institución familiar en el orden social y jurídico
de la “gran” sociedad: la nación, el Estado y las comunidades internacionales.
Cada una de estas “grandes” sociedades debe tener en cuenta, al menos
indirectamente, la existencia de la familia; por esto, la definición de los
cometidos y deberes de la “gran” sociedad para con la familia es una cuestión
extremamente importante y esencial.
En primer
lugar está el vínculo casi orgánico que se instaura entre familia y nación.
Naturalmente, no en todos los casos se puede hablar de nación en sentido propio.
Pues existen grupos étnicos que, aun no pudiendo considerarse verdaderas
naciones, sin embargo realizan en cierto modo la función de “gran” sociedad.
Tanto en una como en otra hipótesis, el vínculo de la familia con el grupo
étnico o con la nación se basa ante todo en la participación en la cultura. Los
padres engendran a los hijos, en cierto sentido, también para la Nación, para
que sean miembros suyos y participen de su patrimonio histórico y
cultural.
Desde el
principio, la identidad de la familia se va delineando en cierto modo sobre la
base de la identidad de la nación a la que pertenece.
La familia,
al participar del patrimonio cultural de la nación, contribuye a la soberanía
específica que deriva de la propia cultura y lengua. Hablé de este tema en la
Asamblea de la UNESCO en París, en 1980, y a ello me he referido luego varias
veces por su innegable importancia. Por medio de la cultura y de la lengua, no
sólo la nación, sino toda familia, encuentra su soberanía espiritual. De otro
modo sería difícil explicar muchos acontecimientos de la historia de los
pueblos, especialmente europeos; acontecimientos antiguos y modernos,
alentadores y dolorosos, de victorias y derrotas, que muestran cómo la familia
está orgánicamente vinculada a la nación, y la nación a la familia.
Ante el
Estado, este vínculo de la familia es en parte semejante y en parte distinto. En
efecto, el Estado se distingue de la nación por su estructura menos “familiar”,
al estar organizado según un sistema político y de forma más “burocrática”. No
obstante, el sistema estatal tiene también, en cierto modo, su “alma”, en la
medida en que responde a su naturaleza de “comunidad política” jurídicamente
ordenada al bien común41. Este “alma” establece una relación estrecha
entre la familia y el Estado, precisamente en virtud del principio de
subsidiariedad. En efecto, la familia es una realidad social que no dispone de
todos los medios necesarios para realizar sus propios fines, incluso en el campo
de la instrucción y de la educación. El Estado está llamado entonces a
intervenir en virtud del mencionado principio: allí donde la familia es
autosuficiente, hay que dejarla actuar autónomamente; una excesiva intervención
del Estado resultaría perjudicial, además de irrespetuosa, y constituiría una
violación patente de los derechos de la familia; sólo allí donde la familia no
es autosuficiente, el Estado tiene la facultad y el deber de intervenir.
Además del
ámbito de la educación y de la instrucción a todos los niveles, la ayuda estatal
—que de todas formas no debe excluir las iniciativas privadas— se realiza, por
ejemplo, en las instituciones que se preocupan de salvaguardar la vida y la
salud de los ciudadanos, y, de modo particular, con las medidas de previsión en
el mundo del trabajo. El desempleo constituye, en nuestra época, una de las
amenazas más serias para la vida familiar y preocupa con razón a toda la
sociedad. Supone un reto para la política de cada Estado y un objeto de
reflexión para la doctrina social de la Iglesia. Por lo cual, es indispensable y
urgente poner remedio a ello con soluciones valientes que miren, más allá de las
fronteras nacionales, a tantas familias a las cuales la falta de trabajo lleva a
una situación de dramática miseria42.
Hablando del
trabajo con relación a la familia, es oportuno subrayar la importancia y el peso
de la actividad laboral de las mujeres dentro del núcleo familiar43.
Esta actividad debe ser reconocida y valorizada al máximo. La “fatiga” de la
mujer —que, después de haber dado a luz un hijo, lo alimenta, lo cuida y se
ocupa de su educación, especialmente en los primeros años— es tan grande que no
hay que temer la confrontación con ningún trabajo profesional. Esto hay que
afirmarlo claramente, como se reivindica cualquier otro derecho relativo al
trabajo. La maternidad, con todos los esfuerzos que comporta, debe obtener
también un reconocimiento económico igual al menos que el de los demás trabajos
afrontados para mantener la familia en una fase tan delicada de su existencia.
Conviene
hacer realmente todos los esfuerzos posibles para que la familia sea reconocida
como sociedad primordial y, en cierto modo, “soberana”. Su “soberanía” es
indispensable para el bien de la sociedad. Una nación verdaderamente soberana y
espiritualmente fuerte está formada siempre por familias fuertes, conscientes de
su vocación y de su misión en la historia. La familia está en el centro de todos
estos problemas y cometidos: relegarla a un papel subalterno y secundario,
excluyéndola del lugar que le compete en la sociedad, significa causar un grave
daño al auténtico crecimiento de todo el cuerpo social.
II EL ESPOSO
ESTÁ CON VOSOTROS
En Caná de
Galilea
18. Jesús, hablando
un día con los discípulos de Juan, alude a una invitación para una boda y a la
presencia del esposo entre los invitados: “El esposo está con ellos” (cf. Mt 9,
15). Indicaba así el cumplimiento, en su persona, de la imagen de Dios-esposo,
ya utilizada en el Antiguo Testamento, para revelar plenamente el misterio de
Dios como misterio de amor.
Presentándose como
“esposo”, Jesús revela, pues, la esencia de Dios y confirma su amor inmenso por
el hombre. Pero la elección de esta imagen ilumina indirectamente también la
profunda verdad del amor esponsal. En efecto, usándola para hablar de Dios,
Jesús muestra cómo la paternidad y el amor de Dios se reflejan en el amor de un
hombre y de una mujer que se unen en matrimonio. Por esto, al comienzo de su
misión, Jesús se encuentra en Caná de Galilea para participar en un banquete de
bodas, junto con María y los primeros discípulos (cf. Jn 2, 1-11). Con ello
trata de demostrar que la verdad de la familia está inscrita en la Revelación de
Dios y en la historia de la salvación. En el Antiguo Testamento, y especialmente
en los profetas, se encuentran palabras muy hermosas sobre el amor de Dios: un
amor solícito como el de una madre hacia su hijo, tierno como el del esposo por
la esposa, pero al mismo tiempo igual y especialmente celoso; ante todo, no es
un amor que castiga, sino que perdona; un amor que se inclina ante el hombre
como hace el padre con el hijo pródigo, que lo levanta y lo hace partícipe de la
vida divina. Un amor que sorprende: novedad desconocida hasta entonces en el
mundo pagano.
En Caná de
Galilea Jesús es como el heraldo de la verdad divina sobre el matrimonio; verdad
sobre la que se puede apoyar la familia humana, basándose firmemente en ella
contra todas las pruebas de la vida.
Jesús
anuncia esta verdad con su presencia en las bodas de Caná y realizando su
primera “señal”: el agua convertida en vino.
Él anuncia
también la verdad sobre el matrimonio hablando con los fariseos y explicando
cómo el amor que viene de Dios, amor tierno y esponsal, es fuente de exigencias
profundas y radicales. Menos exigente había sido Moisés, que permitió conceder
acta de divorcio. Cuando, en la fuerte controversia, los fariseos se refieren a
Moisés, Jesús responde categóricamente: “Al principio no fue así” (Mt 19, 8). Y
recuerda que Aquel que creó al hombre, lo creó varón y mujer, y estableció:
“Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se
harán una sola carne” (Gn 2, 24). Con lógica coherencia concluye Jesús: “De
manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios ha unido
que no lo separe el hombre” (Mt 19, 6). A la objeción de los fariseos, que
defienden la ley mosaica, responde Jesús: “Moisés, teniendo en cuenta la dureza
de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio
no fue así” (Mt 19, 8).
Jesús se
refiere “al principio”, encontrando en los orígenes mismos de la creación el
designio de Dios, sobre el que se fundamenta la familia y, a través de ella,
toda la historia de la humanidad. La realidad natural del matrimonio se
convierte, por voluntad de Cristo, en verdadero sacramento de la nueva alianza,
marcado por el sello de la sangre redentora de Cristo. ¡Esposos y familias,
acordaos del precio con el que habéis sido “comprados”! (cf. 1 Co 6, 20).
Sin embargo,
esta maravillosa verdad es humanamente difícil de ser aceptada y vivida. ¡Cómo
asombrarse de la concesión de Moisés ante las peticiones de sus compatriotas, si
también los mismos Apóstoles, al escuchar las palabras del Maestro, le replican:
“Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse”
(Mt 19, 10)! No obstante, por el bien del hombre y de la mujer, de la familia y
de toda la sociedad, Jesús ratifica la exigencia puesta por Dios desde el
principio; pero al mismo tiempo, aprovecha la ocasión para afirmar el valor de
la opción de no casarse por el reino de Dios. Esta opción permite “engendrar”,
aunque de manera diversa. En esta opción se basan la vida consagrada, las
órdenes y congregaciones religiosas en Oriente y Occidente, así como la
disciplina del celibato sacerdotal, según la tradición de la Iglesia latina. No
es, pues, verdad que “no trae cuenta casarse”, sino que el amor por el reino de
los Cielos puede llevar a no casarse (cf. Mt 19, 12).
Sin embargo,
casarse se considera la vocación ordinaria del hombre, la cual es asumida por la
mayor parte del pueblo de Dios. En la familia es donde se forman las piedras
vivas del edificio espiritual, del que habla el apóstol Pedro (cf. 1 P 2, 5).
Los cuerpos de los esposos son morada del Espíritu Santo (cf. 1 Co 6, 19).
Puesto que la transmisión de la vida divina supone la transmisión de la vida
humana, del matrimonio nacen no sólo los hijos de los hombres, sino también, en
virtud del bautismo, los hijos adoptivos de Dios, que viven de la vida nueva
recibida de Cristo por medio de su Espíritu.
De este
modo, queridos hermanos y hermanas, esposos y padres, el Esposo está con
vosotros. Sabéis que él es el buen Pastor y que conocéis su voz. Sabéis a dónde
os lleva, cómo lucha para procuraros los pastos en los que podréis encontrar la
vida y encontrarla en abundancia; sabéis cómo afronta los lobos rapaces,
dispuesto siempre a arrancar de sus fauces a las ovejas: cada marido y cada
mujer, cada hijo y cada hija, cada miembro de vuestras familias. Sabéis que
Cristo, como buen pastor, está dispuesto a dar su vida por la grey (cf. Jn 10,
11). Él os conduce por sendas que no son escarpadas e insidiosas como las de
muchas ideologías contemporáneas; él recuerda al mundo de hoy toda la verdad,
como cuando se dirigía a los fariseos o la anunciaba a los Apóstoles, los cuales
la predicaron después al mundo, proclamándola a los hombres de su tiempo: judíos
y griegos. Los discípulos eran muy conscientes de que Cristo había renovado
todo; de que el hombre había llegado a ser una “nueva criatura”: “ya no hay
judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros
sois “uno” en Cristo Jesús” (Ga 3, 28), revestidos de la dignidad de hijos
adoptivos de Dios. El día de Pentecostés, este hombre recibió el Espíritu
Paráclito, el Espíritu de verdad. Así empezó el nuevo pueblo de Dios, la
Iglesia, anticipación de un cielo nuevo y de una tierra nueva (cf. Ap 21, 1).
Los
Apóstoles, antes temerosos incluso respecto al matrimonio y la familia, se
hicieron valientes. Comprendieron que el matrimonio y la familia constituyen una
verdadera vocación que proviene de Dios mismo, un apostolado: el apostolado de
los laicos. Éstos ayudan a la transformación de la tierra y a la renovación del
mundo, de la creación y de toda la humanidad.
Queridas
familias: vosotras debéis ser también valientes y estar dispuestas siempre a dar
testimonio de la esperanza que tenéis (cf. 1 P 3, 15), porque ha sido depositada
en vuestro corazón por el buen Pastor mediante el Evangelio. Debéis estar
dispuestas a seguir a Cristo hacia los pastos que dan la vida y que él mismo ha
preparado con el misterio pascual de su muerte y resurrección.
¡No tengáis
miedo de los riesgos! ¡La fuerza divina es mucho más potente que vuestras
dificultades! Inmensamente más grande que el mal, que actúa en el mundo, es la
eficacia del sacramento de la reconciliación, llamado acertadamente por los
Padres de la Iglesia “segundo bautismo”. Mucho más impacto que la corrupción
presente en el mundo tiene la energía divina del sacramento de la confirmación,
que hace madurar el bautismo. Incomparablemente más grande es, sobre todo, la
fuerza de la Eucaristía. La
Eucaristía es un sacramento verdaderamente admirable. En él se ha quedado Cristo
mismo como alimento y bebida, como fuente de poder salvífico para nosotros. Nos
lo ha dejado para que tuviéramos vida y la tuviéramos en abundancia (cf. Jn 10,
10): la vida que tiene él y que nos ha transmitido con el don del Espíritu,
resucitando al tercer día después de la muerte. Es efectivamente para nosotros
la vida que procede de él. ¡Es también para vosotros, queridos esposos, padres y
familias! ¿No instituyó él la Eucaristía en un contexto familiar, durante la
última cena? Cuando os reunís para comer y estáis unidos entre vosotros, Cristo
está cerca. Y todavía más, él es el Emmanuel, Dios con nosotros, cuando os
acercáis a la mesa eucarística. Puede suceder que, como en Emaús, se le
reconozca solamente en la “fracción del pan” (cf. Lc 24, 35). A veces también él
está durante mucho tiempo ante la puerta y llama, esperando que la puerta se
abra para poder entrar y cenar con nosotros (cf. Ap 3, 20). Su última cena y sus
palabras pronunciadas entonces conservan toda la fuerza y la sabiduría del
sacrificio de la cruz. No existe otra fuerza ni otra sabiduría por medio de las
cuales podamos salvarnos y podamos contribuir a salvar a los demás. No hay otra
fuerza ni otra sabiduría mediante las cuales vosotros, padres, podáis educar a
vuestros hijos y también a vosotros mismos. La fuerza educativa de la Eucaristía
se ha consolidado a través de las generaciones y de los siglos.
El buen
Pastor está con nosotros en todas partes. Igual que estaba en Caná de Galilea,
como Esposo entre los esposos que se entregaban recíprocamente para toda la
vida, el buen Pastor está hoy con vosotros como motivo de esperanza, fuerza de
los corazones, fuente de entusiasmo siempre nuevo y signo de la victoria de la
“civilización del amor”. Jesús, el buen Pastor, nos repite: No tengáis miedo. Yo
estoy con vosotros. “Estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”
(Mt 28, 20). ¿De dónde viene tanta fuerza? ?De dónde procede la certeza de que
tú, Hijo de Dios, estás con nosotros, aunque te hayan matado y hayas muerto como
todo ser humano¿ ¿De dónde viene esta certeza? Dice el evangelista: “Los amó
hasta el extremo” (Jn 13, 1). Por esto, tú nos amas, tú que eres el primero y el
último, el que vive; tú que estuviste muerto, pero ahora estás vivo para siempre
(cf. Ap 1, 17-18).
El gran
misterio
19. San Pablo
sintetiza el tema de la vida familiar con la expresión: “gran misterio” (cf. Ef
5, 32). Lo que escribe en la carta a los Efesios sobre el “gran misterio”,
aunque está basado en el libro del Génesis y en toda la tradición del Antiguo
Testamento, presenta, sin embargo, un planteamiento nuevo, que se desarrollará
posteriormente en el magisterio de la Iglesia.
La Iglesia
profesa que el matrimonio, como sacramento de la alianza de los esposos, es un
“gran misterio”, ya que en él se manifiesta el amor esponsal de Cristo por su
Iglesia. Dice san Pablo: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la
Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola
mediante el baño del agua, en virtud de la palabra” (Ef 5, 25-26). El Apóstol se
refiere aquí al bautismo, del cual trata ampliamente en la carta a los Romanos,
presentándolo como participación en la muerte de Cristo para compartir su vida
(cf. Rm 6, 3-4). En este sacramento el creyente nace como hombre nuevo, pues el
bautismo tiene el poder de transmitir una vida nueva, la vida misma de Dios. El
misterio de Dios-hombre se compendia, en cierto modo, en el acontecimiento
bautismal: “Jesucristo nuestro Señor, Hijo de Dios —dirá más tarde san Ireneo, y
con él varios Padres de la Iglesia de Oriente y de Occidente— se hizo hijo del
hombre para que el hombre pudiera llegar a ser hijo de Dios”44.
El Esposo
es, pues, el mismo Dios que se hizo hombre. En la antigua alianza, el Señor se
presenta como el esposo de Israel, pueblo elegido: un esposo tierno y exigente,
celoso y fiel. Todas las traiciones, deserciones e idolatrías de Israel,
descritas de modo dramático y sugestivo por los profetas, no logran apagar el
amor con que el Dios-esposo “ama hasta el extremo” (cf. Jn 13, 1). Cristo, en la nueva alianza, consolida y
lleva a cabo la comunión esponsal entre Dios y su pueblo. Cristo mismo nos
asegura que el Esposo está con nosotros (cf. Mt 9, 15). Está con todos nosotros
y está con la Iglesia. La Iglesia se convierte en esposa: esposa de Cristo. Esta
esposa, de la que habla la carta a los Efesios, se hace presente en cada
bautizado y es como una persona que se ofrece a la mirada de su esposo: “Amó a
la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para... presentársela
resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida,
sino que sea santa e inmaculada” (Ef 5, 25-27).
El amor, con
que el esposo “amó hasta el extremo” a la Iglesia, hace que ella se renueve
siempre y sea
santa en sus
santos, aunque no deja de ser una Iglesia de pecadores. Incluso los pecadores,
“los publicanos y las prostitutas”, están llamados a la santidad, como afirma
Cristo mismo en el evangelio (cf. Mt 21, 31). Todos están llamados a ser Iglesia
gloriosa, santa e inmaculada. “Sed santos —dice el Señor— pues yo soy santo” (Lv
11, 44; cf. 1 P 1, 16).
Ésta es la
más alta dimensión del “gran misterio”, el significado interior del don
sacramental en la Iglesia, el significado más profundo del bautismo y de la
Eucaristía. Son los frutos del amor con que el Esposo ha amado hasta el extremo;
amor que se difunde constantemente, concediendo a los hombres una creciente
participación en la vida divina.
San Pablo,
después de decir: “Maridos, amad a vuestras mujeres” (Ef 5, 25), con mayor
fuerza aún añade a continuación: “Así deben amar los maridos a sus mujeres como
a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie
aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño,
lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo” (Ef 5,
28-30). Y exhorta a los esposos: “Sed sumisos los unos a los otros en el temor
de Cristo” (Ef 5, 21).
Éste es
ciertamente un nuevo modo de presentar la verdad eterna sobre el matrimonio y la
familia a la luz de la nueva alianza. Cristo la reveló en el evangelio, con su
presencia en Caná de Galilea, con el sacrificio de la cruz y los sacramentos de
su Iglesia. Así, los esposos tienen en Cristo un punto de referencia para su
amor esponsal. Al hablar de Cristo esposo de la Iglesia, san Pablo se refiere de
modo análogo al amor esponsal y alude al libro del Génesis: “Por eso dejará el
hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y se harán una sola carne”
(Gn 2, 24). Éste es el “gran misterio” del amor eterno ya presente antes en la
creación, revelado en Cristo y confiado a la Iglesia. “Gran misterio es éste
—repite el Apóstol—, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia” (Ef 5, 32). No se
puede, pues, comprender a la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, como signo
de la alianza del hombre con Dios en Cristo, como sacramento universal de
salvación, sin hacer referencia al “gran misterio”, unido a la creación del
hombre varón y mujer, y a su vocación para el amor conyugal, a la paternidad y a
la maternidad. No existe el “gran misterio”, que es la Iglesia y la humanidad en
Cristo, sin el “gran misterio” expresado en el ser “una sola carne” (cf. Gn 2,
24; Ef 5, 31-32), es decir, en la realidad del matrimonio y de la familia.
La familia
misma es el gran misterio de Dios. Como “iglesia doméstica”, es la esposa de
Cristo. La Iglesia universal, y dentro de ella cada Iglesia particular, se
manifiesta más inmediatamente como esposa de Cristo en la “iglesia doméstica” y
en el amor que se vive en ella: amor conyugal, amor paterno y materno, amor
fraterno, amor de una comunidad de personas y de generaciones. ¿Acaso se puede
imaginar el amor humano sin el esposo y sin el amor con que él amó primero hasta
el extremo? Sólo si participan en este amor y en este “gran misterio” los
esposos pueden amar “hasta el extremo”: o se hacen partícipes del mismo, o bien
no conocen verdaderamente lo que es el amor y la radicalidad de sus exigencias.
Esto constituye indudablemente un grave peligro para ellos.
La enseñanza
de la carta a los Efesios asombra por su profundidad y su fuerza ética.
Mostrando el matrimonio, e indirectamente la familia, como el “gran misterio”
referido a Cristo y a la Iglesia, el apóstol Pablo puede repetir una vez más lo
que había dicho previamente a los maridos: “¡Que cada uno ame a su mujer como a
sí mismo!” Y añade después: “¡Y la mujer, que respete al marido!” (Ef 5, 33).
Respetuosa porque ama y sabe que es amada. En virtud de este amor los esposos se
convierten en don recíproco. El amor incluye el reconocimiento de la dignidad
personal del otro y de su irrepetible unicidad; en efecto, cada uno de ellos,
como ser humano, ha sido elegido por sí mismo45, por parte de Dios,
entre todas las criaturas de la tierra; sin embargo, cada uno, mediante un acto
consciente y responsable, hace libremente una entrega de sí mismo al otro y a
los hijos recibidos del Señor. San Pablo prosigue su exhortación refiriéndose
significativamente al cuarto mandamiento: “Hijos, obedeced a vuestros padres en
el Señor; porque esto es justo. “Honra a tu padre y a tu madre”, tal es el
primer mandamiento que lleva consigo una promesa: “Para que seas feliz y se
prolongue tu vida sobre la tierra”. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino
formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el Señor” (Ef
6, 1-4). El Apóstol ve, pues, en el cuarto mandamiento el compromiso implícito
del respeto recíproco entre marido y mujer, entre padres e hijos, reconociendo
así en ello el principio de la cohesión familiar.
La admirable síntesis paulina a propósito
del “gran misterio” se presenta como el resumen, la suma, en cierto sentido, de
la enseñanza sobre Dios y sobre el hombre, llevada a cabo por Cristo. Por
desgracia el pensamiento occidental, con el desarrollo del racionalismo moderno,
se ha ido alejando de esta enseñanza. El filósofo que formuló el principio
“Cogito, ergo sum”: “Pienso, luego existo”, ha marcado también la moderna
concepción del hombre con el carácter dualista que la distingue. Es propio del
racionalismo contraponer de modo radical en el hombre el espíritu al cuerpo y el
cuerpo al espíritu. En cambio, el hombre es persona en la unidad de cuerpo y
espíritu46. El cuerpo nunca puede reducirse a pura materia: es un
cuerpo “espiritualizado”, así como el espíritu está tan profundamente unido al
cuerpo que se puede definir como un espíritu “corporeizado”. La fuente más rica
para el conocimiento del cuerpo es el Verbo hecho carne. Cristo revela el hombre
al hombre 47. Esta afirmación del concilio Vaticano II es, en cierto
sentido, la respuesta, esperada desde hacía mucho tiempo, que la Iglesia ha dado
al racionalismo moderno.
Esta
respuesta tiene una importancia fundamental para comprender la familia,
especialmente en la perspectiva de la civilización actual, que, como se ha
dicho, parece haber renunciado en tantos casos a ser una “civilización del
amor”. En la era moderna se ha progresado mucho en el conocimiento del mundo
material y también de la psicología humana, pero respecto a su dimensión más
íntima, la dimensión metafísica, el hombre de hoy es en gran parte un ser
desconocido para sí mismo; por ello, podemos decir también que la familia es una
realidad desconocida. Esto sucede cuando se aleja de aquel “gran misterio” del
que habla el Apóstol.
La
separación entre espíritu y cuerpo en el hombre ha tenido como consecuencia que
se consolide la tendencia a tratar el cuerpo humano no según las categorías de
su específica semejanza con Dios, sino según las de su semejanza con los demás
cuerpos del mundo creado, utilizados por el hombre como instrumentos de su
actividad para la producción de bienes de consumo. Pero todos pueden comprender
inmediatamente cómo la aplicación de tales criterios al hombre conlleva enormes
peligros. Cuando el cuerpo humano, considerado independientemente del espíritu y
del pensamiento, es utilizado como un material al igual que el de los animales
—esto sucede, por ejemplo, en las manipulaciones de embriones y fetos—, se camina
inevitablemente hacia una terrible derrota ética.
En semejante
perspectiva antropológica, la familia humana vive la experiencia de un nuevo
maniqueísmo, en el cual el cuerpo y el espíritu son contrapuestos radicalmente
entre sí: ni el cuerpo vive del espíritu, ni el espíritu vivifica el cuerpo. Así
el hombre deja de vivir como persona y sujeto. No obstante las intenciones y
declaraciones contrarias, se convierte exclusivamente en objeto. De este modo,
por ejemplo, dicha civilización neomaniquea lleva a considerar la sexualidad
humana más como terreno de manipulación y explotación, que como la realidad de
aquel asombro originario que, en la mañana de la creación, movió a Adán a
exclamar ante Eva: “Es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gn 2,
23).
Es el
asombro que reflejan las palabras del Cantar de los cantares: “Me robaste el
corazón, hermana mía, novia, me robaste el corazón con una mirada tuya” (Ct 4,
9). ¡Qué lejos están, ciertas concepciones modernas de comprender profundamente
la masculinidad y la femineidad presentadas por la Revelación divina! Ésta nos
lleva a descubrir en la sexualidad humana una riqueza de la persona, que
encuentra su verdadera valoración en la familia y expresa también su vocación
profunda en la virginidad y en el celibato por el reino de Dios.
El
racionalismo moderno no soporta el misterio. No acepta el misterio del hombre,
varón y mujer, ni
quiere
reconocer que la verdad plena sobre el hombre ha sido revelada en Jesucristo.
Concretamente, no tolera el “gran misterio”, anunciado en la carta a los
Efesios, y lo combate de modo radical. Si, en un contexto de vago deísmo,
descubre la posibilidad y hasta la necesidad de un Ser supremo divino, rechaza
firmemente la noción de un Dios que se hace hombre para salvar al hombre. Para
el racionalismo es impensable que Dios sea el Redentor, y menos que sea “el
Esposo”, fuente originaria y única del amor esponsal humano. El racionalismo
interpreta la creación y el significado de la existencia humana de manera
radicalmente diversa; pero si el hombre pierde la perspectiva de un Dios que lo
ama y, mediante Cristo, lo llama a vivir en él y con él; si a la familia no se
le da la posibilidad de participar en el “gran misterio”, ¿qué queda sino la
sola dimensión temporal de la vida? Queda la vida temporal como terreno de lucha
por la existencia, de búsqueda afanosa de la ganancia, la económica ante todo.
El “gran
misterio”, el sacramento del amor y de la vida, que tiene su inicio en la
creación y en la redención, y del cual esgarante Cristo-esposo, ha perdido en la
mentalidad moderna sus raíces más profundas. Está amenazado en nosotros y a
nuestro alrededor. Que el Año de la familia, celebrado en la Iglesia, se
convierta para los esposos en una ocasión propicia para descubrirlo y afirmarlo
con fuerza, valentía y entusiasmo.
La Madre del
amor hermoso
20. La historia del
“amor hermoso” comienza en la Anunciación, con aquellas admirables palabras que
el ángel dirigió a María, llamada a ser la Madre del Hijo de Dios. De este modo,
Aquel que es “Dios de Dios y Luz de Luz” se convierte en Hijo del hombre; María
es su Madre, sin dejar de ser la Virgen que “no conoce varón” (cf. Lc 1, 34).
Como Madre-Virgen, María se convierte enMadre del amor hermoso. Esta verdad está
ya revelada en las palabras del arcángel Gabriel, pero su pleno significado será
confirmado y profundizado a medida que María siga al Hijo en la peregrinación de
la fe 48.
La “Madre
del amor hermoso” fue acogida por aquel que, según la tradición de Israel, ya
era su esposo terrenal, José, de la estirpe de David. Él habría tenido derecho a
considerar a la novia como su mujer y madre de sus hijos. Sin embargo, Dios
interviene en esta alianza esponsal con su iniciativa: “José, hijo de David, no
temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del
Espíritu Santo” (Mt 1, 20). José es consciente, ve con sus propios ojos que en
María se ha concebido una nueva vida que no proviene de él y por tanto, como
hombre justo, observante de la ley antigua, que en su caso imponía la obligación
de divorcio, quiere disolver de manera caritativa su matrimonio (cf. Mt 1, 19).
El ángel del Señor le hace saber que esto no estaría de acuerdo con su vocación,
más aún, que sería contrario al amor esponsal que lo une a María. Este amor
esponsal recíproco, para que sea plenamente el “amor hermoso”, exige que José
acoja a María y a su Hijo bajo el techo de su casa, en Nazaret. José obedece el
mensaje divino y actúa según lo que le ha sido mandado (cf. Mt 1, 24). También
gracias a José el misterio de la Encarnación y, junto con él, el misterio de la
Sagrada Familia, se inscribe profundamente en el amor esponsal del hombre y de
la mujer e indirectamente en la genealogía de cada familia humana. Lo que Pablo
llamará el “gran misterio” encuentra en la Sagrada Familia su expresión más
alta. La familia se sitúa así verdaderamente en el centro de la nueva alianza.
Se puede
decir también que la historia del “amor hermoso” comenzó, en cierto modo, con la
primera pareja humana, Adán y Eva. La tentación en la que cayeron y el
consiguiente pecado original no los privó completamente de la capacidad del
“amor hermoso”. Esto se comprende leyendo, por ejemplo, en el libro de Tobías,
que los esposos Tobías y Sara, al explicar el significado de su unión, se
refieren a los primeros padres Adán y Eva (cf. Tb 8, 6). En la nueva alianza, lo
atestigua también san Pablo hablando de Cristo como nuevo Adán (cf. 1 Co 15,
45): Cristo no viene a condenar al primer Adán y a la primera Eva, sino a
redimirlos; viene a renovar lo que es don de Dios en el hombre, cuanto hay en él
de eternamente bueno y bello, y que constituye el substrato del amor hermoso. La
historia del “amor hermoso” es, en cierto sentido, la historia de la salvación
del hombre.
El “amor
hermoso” comienza siempre con la automanifestación de la persona. En la creación
Eva se manifiesta a Adán; a lo largo de la historia las esposas se manifiestan a
sus esposos, las nuevas parejas humanas se dicen recíprocamente: “Caminaremos
juntos en la vida”. Así comienza la familia como unión de los dos y, en virtud del
sacramento, como nueva comunidad en Cristo. El amor, para que sea realmente
hermoso, debe ser don de Dios, derramado por el Espíritu Santo en los corazones
humanos y alimentado continuamente en ellos (cf. Rm 5, 5). Bien consciente de
esto, la Iglesia pide en el sacramento del matrimonio al Espíritu Santo que
visite los corazones humanos. Para que el “amor hermoso” sea verdaderamente así,
es decir, don de la persona a la persona, debe provenir de Aquél que es Don y
fuente de todo don.
Así sucede
en el evangelio respecto a María y José, los cuales, en el umbral de la nueva
alianza, viven la experiencia del “amor hermoso” descrito en el Cantar de los
cantares. José piensa y dice de María: “Hermana mía, novia” (Ct 4, 9). María,
Madre de Dios, concibe por obra del Espíritu Santo, del cual proviene el “amor
hermoso”, que el evangelio sitúa delicadamente en el contexto del “gran
misterio”.
Cuando
hablamos del “amor hermoso”, hablamos, por tanto, de la belleza: belleza del
amor y belleza del ser humano que, gracias al Espíritu Santo, es capaz de este
amor. Hablamos de la belleza del hombre y de la mujer: de su belleza como
hermanos y hermanas, como novios, como esposos. El evangelio ilumina no sólo el
misterio del “amor hermoso”, sino también el no menos profundo de la belleza,
que procede de Dios como el amor. El hombre y la mujer, personas llamadas a ser
un don recíproco, provienen de Dios.
Del don
originario del Espíritu Santo, “que da la vida”, brota el don mutuo de ser
marido o mujer, así como el don de ser hermano o hermana.
Todo esto se verifica en el misterio de
la Encarnación, que ha llegado a ser, en la historia de los hombres, fuente de
una belleza nueva que ha inspirado innumerables obras maestras de arte. Después
de la severa prohibición de representar al Dios invisible con imágenes (cf. Dt
4, 15-20), la época cristiana, por el contrario, ha ofrecido la representación
artística de Dios hecho hombre, de su madre María y de José, de los santos de la
antigua y la nueva alianza, y, en general, de toda la creación redimida por
Cristo, inaugurando de este modo una nueva relación con el mundo de la cultura y
del arte. Se podría decir que el nuevo canon del arte, atento a la dimensión
profunda del hombre y de su futuro, arranca del misterio de la encarnación de
Cristo, inspirándose en los misterios de su vida: el nacimiento en Belén, la
vida oculta en Nazaret, la misión pública, el Calvario, la resurrección y su
ascensión a los cielos. La Iglesia es consciente de que su presencia en el mundo
contemporáneo y, en particular, su aportación y apoyo a la valoración de la
dignidad del matrimonio y de la familia, están unidos profundamente al
desarrollo de la cultura; de ello se preocupa con razón.
Precisamente
por esto la Iglesia sigue con solícita atención las orientaciones de los medios
de comunicación social, cuya misión es formar, además de informar, al gran
público49. Conociendo bien la amplia y profunda incidencia de tales
medios, la Iglesia no se cansa de poner en guardia a los operadores de la
comunicación de los peligros de manipulación de la verdad. En efecto, ¿qué
verdad puede haber en las películas, en los espectáculos, en los programas
radiotelevisivos en los que dominan la pornografía y la violencia? ¿Es éste un
buen servicio a la verdad sobre el hombre? Son interrogantes que no pueden
eludir los operadores de esos instrumentos y los diversos responsables de la
elaboración y comercialización de sus productos.
Gracias a
esta reflexión crítica, nuestra civilización, aun teniendo tantos aspectos
positivos a nivel material y cultural, debería darse cuenta de que, desde
diversos puntos de vista, es una civilización enferma, que produce profundas
alteraciones en el hombre. ¿Por qué sucede esto? La razón está en el hecho de
que nuestra sociedad se ha alejado de la plena verdad sobre el hombre, de la
verdad sobre lo que el hombre y la mujer son como personas. Por consiguiente, no
sabe comprender adecuadamente lo que son verdaderamente la entrega de las
personas en el matrimonio, el amor responsable al servicio de la paternidad y la
maternidad, la auténtica grandeza de la generación y la educación. Entonces, ¿es
exagerado afirmar que los medios de comunicación social, si no están orientados
según sanos principios éticos, no
sirven a la verdad en su dimensión esencial? Éste es, pues, el drama: los
instrumentos modernos de comunicación social están sujetos a la tentación de
manipular el mensaje, falseando la verdad sobre el hombre. El ser humano no es
el que presenta la publicidad y los medios modernos de comunicación social. Es
mucho más, como unidad psicofísica, como unidad de alma y cuerpo, como persona.
Es mucho más por su vocación al amor, que lo introduce como varón y mujer en la
dimensión del “gran misterio”.
María entró
la primera en esta dimensión, e introdujo también a su esposo José. Ellos se
convirtieron así en los primeros modelos de aquel amor hermoso que la Iglesia no
cesa de implorar para la juventud, para los esposos y las familias. ¡Y cuántos
de ellos se unen con fervor a esta oración¡ ¿Cómo no pensar en la multitud de
peregrinos, ancianos y jóvenes, que acuden a los santuarios marianos y fijan la
mirada en el rostro de la Madre de Dios, en el rostro de la Sagrada Familia, en
los cuales se refleja toda la belleza del amor dado por Dios al hombre?
En el Sermón
de la montaña, refiriéndose al sexto mandamiento, Cristo proclama: “Habéis oído
que sedijo: No cometerás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que mira a una
mujer, deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mt 5, 27-28).
Con relación al Decálogo, que tiende a defender la tradicional solidez del
matrimonio y de la familia, estas palabras muestran un gran progreso. Jesús va
al origen del pecado de adulterio, el cual está en la intimidad del hombre y se
manifiesta en un modo de mirar y pensar que está dominado por la concupiscencia.
Mediante ésta el hombre tiende a apoderarse de otro ser humano, que no es suyo,
sino que pertenece a Dios. A la vez que se dirige a sus contemporáneos, Cristo
habla a los hombres de todos los tiempos y de todas las generaciones; en
particular, habla a nuestra generación, que vive bajo el signo de una
civilización consumista y hedonista.
¿Por qué
Cristo, en el Sermón de la montaña, habla de manera tan fuerte y exigente? La
respuesta es muy clara: Cristo quiere garantizar la santidad del matrimonio y de
la familia, quiere defender la plena verdad sobre la persona humana y su
dignidad.
Es solamente
a la luz de esta verdad como la familia puede llegar a ser verdaderamente la
gran “revelación”, el primer descubrimiento del otro: el descubrimiento
recíproco de los esposos y, después, de cada hijo o hija que nace de ellos. Lo
que los esposos se prometen recíprocamente, es decir, ser “siempre fieles en las
alegrías y en las penas, y amarse y respetarse todos los días de la vida”, sólo
es posible en la dimensión del “amor hermoso”. El hombre de hoy no puede
aprender esto de los contenidos de la moderna cultura de masas. El “amor
hermoso” se aprende sobre todo rezando. En efecto, la oración comporta siempre,
para usar una expresión de san Pablo, una especie de escondimiento con Cristo en
Dios: “vuestra vida está oculta con Cristo en Dios” (Col 3, 3). Sólo en
semejante escondimiento actúa el Espíritu Santo, fuente del “amor hermoso”. Él
derrama ese amor no sólo en el corazón de María y de José, sino también en el
corazón de los esposos, dispuestos a escuchar la palabra de Dios y a custodiarla
(cf. Lc 8, 15). El futuro de cada núcleo familiar depende de este “amor
hermoso”: amor recíproco de los esposos, de los padres y de los hijos, amor de
todas las generaciones. El amor es la verdadera fuente de unidad y fuerza de la
familia.
El
nacimiento y el peligro
21. La breve
narración de la infancia de Jesús nos refiere casi simultáneamente, de manera
muy significativa, el nacimiento y el peligro que hubo de afrontar enseguida.
Lucas relata las palabras proféticas pronunciadas por el anciano Simeón cuando
el Niño fue presentado al Señor en el templo, cuarenta días después de su
nacimiento. Simeón habla de “luz” y de “signo de contradicción”; después predice
a María: “A ti misma una espada te atravesará el alma” (cf. Lc 2, 32-35). Sin
embargo, Mateo se refiere a las asechanzas tramadas contra Jesús por Herodes:
informado por los Magos, que habían ido de Oriente para ver al nuevo rey que
debía nacer (cf. Mt 2, 2), se siente amenazado en su poder y, después de marchar
ellos, ordena matar a todos los niños menores de dos años de Belén y
alrededores. Jesús escapa de las manos de Herodes gracias a una particular
intervención divina y a la solicitud paterna de José, que lo lleva junto con su Madre a Egipto, donde
se quedarán hasta la muerte de Herodes. Después regresan a Nazaret, su ciudad
natal, donde la Sagrada Familia inicia el largo período de una existencia
escondida, que se desarrolla en el cumplimiento fiel y generoso de los deberes
cotidianos (cf. Mt 2, 1-23; Lc 2, 39-52).
Reviste una
elocuencia profética el hecho de que Jesús, desde su nacimiento, se encontrara
ante amenazas y peligros. Ya desde niño es “signo de contradicción”. Elocuencia
profética presenta, además, el drama de los niños inocentes de Belén, matados
por orden de Herodes y, según la antigua liturgia de la Iglesia, partícipes del
nacimiento y de la pasión redentora de Cristo”50. Mediante su
“pasión”, completan “lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su
Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24).
En los
evangelios de la infancia, el anuncio de la vida, que se hace de modo admirable
con el nacimiento del Redentor, se contrapone fuertemente a la amenaza a la
vida, una vida que abarca enteramente el misterio de la Encarnación y de la
realidad divino-humana de Cristo. El Verbo se hizo carne (cf. Jn 1, 14), Dios se
hizo hombre. A este sublime misterio se referían frecuentemente los Padres de la
Iglesia: “Dios se hizo hombre, para que el hombre, en él y por medio de él,
llegara a ser Dios”51. Esta verdad de la fe es a la vez la verdad
sobre el ser humano. Muestra la gravedad de todo atentado contra la vida del
niño en el seno de la madre. Aquí, precisamente aquí, nos encontramos en las
antípodas del “amor hermoso”.
Pensando
exclusivamente en la satisfacción, se puede llegar incluso a matar el amor,
matando su fruto. Para la cultura de la satisfacción el “fruto bendito de tu
seno” (Lc 1, 42) llega a ser, en cierto modo, un “fruto maldito”.
¿Cómo no
recordar, a este respecto, las desviaciones que el llamado estado de derecho ha
sufrido en numerosos países? Unívoca y categórica es la ley de Dios respecto a
la vida humana. Dios manda: “No matarás” (Ex 20, 13). Por tanto, ningún
legislador humano puede afirmar: te es lícito matar, tienes derecho a matar,
deberías matar. Desgraciadamente, esto ha sucedido en la historia de nuestro
siglo, cuando han llegado al poder, de manera incluso democrática, fuerzas
políticas que han emanado leyes contrarias al derecho de todo hombre a la vida,
en nombre de presuntas y aberrantes razones eugenésicas, étnicas o parecidas. Un
fenómeno no menos grave, incluso porque consigue vasta conformidad o
consentimiento de opinión pública, es el de las legislaciones que no respetan el
derecho a la vida desde su concepción. ¿Cómo se podrían aceptar moralmente unas
leyes que permiten matar al ser humano aún no nacido, pero que ya vive en el
seno materno? El derecho a la vida se convierte, de esta manera, en decisión
exclusiva de los adultos, que se aprovechan de los mismos parlamentos para
realizar los propios proyectos y buscar sus propios intereses.
Nos
encontramos ante una enorme amenaza contra la vida: no sólo la de cada
individuo, sino también la de toda la civilización. La afirmación de que esta
civilización se ha convertido, bajo algunos aspectos, en “civilización de la
muerte” recibe una preocupante confirmación. ¿No es quizás un acontecimiento
profético el hecho de que el nacimiento de Cristo haya estado acompañado del
peligro por su existencia?
Sí, también
la vida de Aquel que al mismo tiempo es Hijo del hombre e Hijo de Dios estuvo
amenazada, estuvo en peligro desde el principio, y sólo de milagro evitó la
muerte.
Sin embargo,
en los últimos decenios se notan algunos síntomas confortadores de un despertar
de las
conciencias,
que afecta tanto al mundo del pensamiento como a la misma opinión pública.
Crece, especialmente entre los jóvenes, una nueva conciencia de respeto a la
vida desde su concepción; se difunden los movimientos pro-vida. Es un signo de
esperanza para el futuro de la familia y de toda la humanidad.
“...
me habéis recibido”
22.
¡Esposos y familias de todo el mundo: el Esposo está con vosotros! El
Papa desea deciros esto, ante todo, en el año que las Naciones Unidas y la
Iglesia dedican a la familia. “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único,
para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque
Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el
mundo se salve por él” (Jn 3, 16-17); “lo nacido de la carne, es carne; lo
nacido del Espíritu, es espíritu... Tenéis que nacer de lo alto” (Jn 3, 6-7).
Debéis nacer “de agua y de Espíritu” (Jn 3, 5). Precisamente vosotros, queridos
padres y madres, sois los primeros testigos y ministros de este nuevo nacimiento
del Espíritu Santo. Vosotros, que engendráis a vuestros hijos para la patria
terrena, no olvidéis que al mismo tiempo los engendráis para Dios. Dios desea su
nacimiento del Espíritu Santo; los quiere como hijos adoptivos en el Hijo
unigénito que les da “poder de hacerse hijos de Dios” (Jn 1, 12). La obra de la
salvación perdura en el mundo y se realiza mediante la Iglesia. Todo esto es
obra del Hijo de Dios, el Esposo divino, que nos ha transmitido el reino del
Padre y nos recuerda a nosotros, sus discípulos: “El reino de Dios ya está entre
vosotros” (Lc 17, 21).
Nuestra fe
nos enseña que Jesucristo, que “está sentado a la derecha del Padre”, vendrá
para juzgar a vivos y muertos. Por otra parte, el evangelista Juan afirma que él
fue enviado al mundo no “para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve
por él” (Jn 3, 17). Por tanto, ¿en qué consiste el juicio? Cristo mismo da la
respuesta: El juicio “está en que vino la luz al mundo... El que obra la verdad,
va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios”
(Jn 3, 19. 21). Esto también lo ha recordado recientemente la encíclica
Veritatis splendor 52. ¿Cristo es, pues, juez? Tus propios actos te
juzgarán a la luz de la verdad que tú conoces. Lo que juzgará a los padres y
madres, a los hijos e hijas, serán sus obras. Cada uno de nosotros será juzgado
sobre los mandamientos; también sobre los que hemos recordado en esta carta:
cuarto, quinto, sexto y noveno. Sin embargo, cada uno será juzgado ante todo
sobre el amor, que es el sentido y la síntesis de los mandamientos. “A la tarde
te examinarán en el amor”, escribió san Juan de la Cruz53. Cristo,
redentor y esposo de la humanidad, “para esto ha nacido y para esto ha venido al
mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha su
voz” (cf. Jn 18, 37). Él será el juez, pero del modo que él mismo ha indicado
hablando del juicio final (cf. Mt 25, 31-46). El suyo será un juicio sobre el
amor, un juicio que confirmará definitivamente la verdad de que el Esposo estaba
con nosotros, sin que nosotros, quizás, lo supiéramos.
El juez es
el Esposo de la Iglesia y de la humanidad. Por esto juzga diciendo: “Venid,
benditos de mi Padre... Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y
me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me
vestisteis” (Mt 25, 34-36). Naturalmente esta relación podría alargarse y en
ella podrían aparecer una infinidad de problemas, que afectan también a la vida
conyugal y familiar.
Podríamos
encontrarnos también expresiones como éstas: “Fui niño todavía no nacido y me
acogisteis, permitiéndome nacer; fui niño abandonado y fuisteis para mí una
familia; fui niño huérfano y me habéis adoptado y educado como a un hijo
vuestro”. Y también: “Ayudasteis a las madres que dudaban, o que estaban
sometidas a fuertes presiones, para que aceptaran a su hijo no nacido y le
hicieran nacer; ayudasteis a familias numerosas, familias en dificultad para
mantener y educar a los hijos que Dios les había dado”. Y podríamos continuar
con una relación larga y diferenciada, que comprende todo tipo de verdadero bien
moral y humano, en el cual se manifiesta el amor. Ésta es la gran mies que el
Redentor del mundo, a quien el Padre ha confiado el juicio, vendrá a cosechar:
es la mies de gracias y obras buenas, madurada bajo el soplo del Esposo en el
Espíritu Santo, que nunca cesa de actuar en el mundo y en la Iglesia. Demos
gracias por esto al Dador de todo bien.
Sabemos, sin
embargo, que en la sentencia final, referida por el evangelista Mateo, hay otra
relación, grave y aterradora: “Apartaos de mí... Porque tuve hambre, y no me
disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me
acogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis” (Mt 25, 41-43). Y en esta
relación se pueden encontrar también otros comportamientos, en los que Jesús se
presenta también como el hombre rechazado. Así, él se identifica con la mujer o
el marido abandonado, con el niño concebido y rechazado: “¡No me habéis
recibido!” Este juicio pasa también a través de la historia de nuestras familias
y de la historia de las naciones y de la humanidad. El “no me habéis recibido”
de Cristo implica también a instituciones sociales, gobiernos y organizaciones
internacionales.
Pascal
escribió que “Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo”54. La
agonía de Getsemaní y la agonía del Gólgota son el culmen de la manifestación
del amor. En una y otra se manifiesta el Esposo que está con nosotros, que ama
siempre de nuevo, que “ama hasta el extremo” (cf. Jn 13, 1). El amor que hay en
él y que de él va más allá de los confines de las historias personales o
familiares, sobrepasa los confines de la historia de la humanidad.
Al final de
estas reflexiones, queridos hermanos y hermanas, pensando en lo que, durante
este Año de la familia, se proclamará desde diversas tribunas, quisiera renovar
con vosotros la confesión hecha por Pedro a Cristo: “Tú tienes palabras de vida
eterna” (Jn 6, 68). Digamos juntos: ¡Tus palabras, Señor, no pasarán! (cf. Mc 13, 31). ¿Qué puede
desearos el Papa al final de esta larga meditación sobre el Año de la familia?
Desea que todos os veáis reflejados en estas palabras, que “son espíritu y son
vida” (Jn 6, 63).
Fortalecidos
en el hombre interior
23. Doblo mis
rodillas ante el Padre del cual toma nombre toda paternidad y maternidad “para
que os conceda... que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el
hombre interior” (Ef 3, 16). Recuerdo gustoso estas palabras del Apóstol, a las
que me he referido en la primera parte de la presente carta. Son, en cierto
modo, palabras-clave. La familia, la
paternidad y la maternidad caminan juntas, al mismo
paso.
A su vez, la
familia es el primer ambiente humano en el cual se forma el “hombre interior”
del que habla el Apóstol. La consolidación de su fuerza es don del Padre y del
Hijo en el Espíritu Santo.
El Año de la
familia pone ante nosotros y ante la Iglesia un cometido enorme, no distinto del
que concierne a la familia cada año y cada día, pero que en el contexto de este
año adquiere particular significado e importancia. Hemos iniciado el Año de la
familia en Nazaret, en la solemnidad de la Sagrada Familia; a lo largo de este
año deseamos peregrinar a ese lugar de gracia, que es el santuario de la Sagrada
Familia en la historia de la humanidad. Deseamos hacer esta peregrinación
recuperando la conciencia del patrimonio de verdad sobre la familia, que desde
el principio constituye un tesoro de la Iglesia. Es el tesoro que se acumula a
partir de la rica tradición de la antigua alianza, se completa en la nueva y
encuentra su expresión plena y emblemática en el misterio de la Sagrada Familia,
en la cual el Esposo divino obra la redención de todas las familias. Desde allí
Jesús proclama el “evangelio de la familia”. A este tesoro de verdad acuden
todas las generaciones de los discípulos de Cristo, comenzando por los
Apóstoles, de cuya enseñanza nos hemos aprovechado abundantemente en esta
carta.
En nuestra
época este tesoro es explorado a fondo en los documentos del concilio Vaticano
II55; interesantes análisis se han hecho también en los numerosos
discursos que Pío XII dedica a los esposos56; en la encíclica Humanae
vitae de Pablo VI; en las intervenciones durante el Sínodo de los obispos
dedicado a la familia (1980), y en la exhortación apostólica Familiaris
consortio. A estas intervenciones del Magisterio ya me he referido al principio.
Si las menciono ahora es para destacar lo extenso y rico que es el tesoro de la
verdad cristiana sobre la familia. Sin embargo, no bastan solamente
lostestimonios escritos. Mucho más importantes son los testimonios vivos. Pablo
VI observaba que, “el hombre contemporáneo escucha de más buena gana a los
testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros es porque son
testigos”57. Es sobre todo a los testigos a quienes, en la Iglesia,
se confía el tesoro de la familia: a los padres y madres, hijos e hijas, que a
través de la familia han encontrado el camino de su vocación humana y cristiana,
la dimensión del “hombre interior” (Ef 3, 16), de la que habla el Apóstol, y han
alcanzado así la santidad. La Sagrada Familia es el comienzo de muchas otras
familias santas. El Concilio ha recordado que la santidad es la vocación
universal de los bautizados58. En nuestra época, como en el pasado,
no faltan testigos del “evangelio de la familia”, aunque no sean conocidos o no
hayan sido proclamados santos por la Iglesia. El Año de la familia constituye la
ocasión oportuna para tomar mayor conciencia de su existencia y su gran número.
A través de
la familia discurre la historia del hombre, la historia de la salvación de la
humanidad. He tratado de mostrar en estas páginas cómo la familia se encuentra
en el centro de la gran lucha entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte,
entre el amor y cuanto se opone al amor. A la familia está confiado el cometido
de luchar ante todo para liberar las fuerzas del bien, cuya fuente se encuentra
en Cristo, redentor del hombre. Es preciso que dichas fuerzas sean tomadas como
propias por cada núcleo familiar, para que, como se dijo con ocasión del milenio
del cristianismo en Polonia, la familia sea “fuerte de Dios”59. He
aquí la razón por la cual la presente carta ha querido inspirarse en las
exhortaciones apostólicas que encontramos en los escritos de Pablo (cf. 1 Co 7,
1-40; Ef 5, 21-6, 9; Col 3, 25) y en las cartas de Pedro y de Juan (cf. 1 P 3,
1-7; Jn 2, 12-17). ¡Qué parecidas son, aunque en un contexto histórico y
cultural distinto, las situaciones de los cristianos y de las familias de
entonces y de ahora!
Os hago,
pues, una invitación: una invitación dirigida especialmente a vosotros, queridos
esposos y esposas, padres y madres, hijos e hijas. Es una invitación a todas las
Iglesias particulares, para que permanezcan unidas en la enseñanza de la verdad
apostólica; a los hermanos en el episcopado, a los presbíteros, a los institutos
religiosos y personas consagradas, a los movimientos y asociaciones de fieles
laicos; a los hermanos y hermanas, a los que nos une la fe común en Jesucristo,
aunque no vivamos aún la plena comunión querida por el Salvador 60; a
todos aquellos que, participando en la fe de Abraham, pertenecen como nosotros a
la gran comunidad de los creyentes en un único Dios61; a aquellos que
son herederos de otras tradiciones espirituales y religiosas; a todos los
hombres y mujeres de buena voluntad.
¡Que Cristo,
que es el mismo “ayer, hoy y siempre” (cf. Hb 13, 8), esté con nosotros mientras
doblamos las rodillas ante el Padre, de quien procede toda paternidad y
maternidad y toda familia humana (cf. Ef 3, 14-15) y, con las mismas palabras de
la oración al Padre, que él mismo nos enseñó, ofrezca una vez más el testimonio
del amor con que nos “amó hasta el extremo” (Jn 13, 1)!
Hablo con la
fuerza de su verdad al hombre de nuestro tiempo, para que comprenda qué grandes
bienes son el matrimonio, la familia y la vida; y qué gran peligro constituye el
no respetar estas realidades y una menor consideración de los valores supremos
en los que se fundamentan la familia y la dignidad del ser humano.
Que el Señor
Jesús nos recuerde estas cosas con la fuerza y la sabiduría de la cruz (cf. 1 Co
1, 17-24), para que la humanidad no ceda a la tentación del “padre de la
mentira” (Jn 8, 44), que la empuja constantemente por caminos anchos y
espaciosos, aparentemente fáciles y agradables, pero llenos realmente de
asechanzas y peligros. Que se nos conceda seguir siempre a Aquel que es “el
camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6).
Que sean
éstos, queridísimos hermanos y hermanas, el compromiso de las familias
cristianas y el afán misionero de la Iglesia durante este año, rico de
singulares gracias divinas. Que la Sagrada Familia, icono y modelo de toda
familia humana, nos ayude a cada uno a caminar con el espíritu de Nazaret; que
ayude a cada núcleo familiar a profundizar su misión en la sociedad y en la
Iglesia mediante la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la fraterna
comunión de vida. ¡Que María, Madre del amor hermoso, y José, custodio del
Redentor, nos acompañen a todos con su incesante protección!
Con estos
sentimientos bendigo a cada familia en el nombre de la Santísima Trinidad:
Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Dado en
Roma, junto a San Pedro, el 2 de febrero, fiesta de la Presentación del Señor,
del año 1994, décimo sexto de mi Pontificado.
Notas:
1. Cf. Cart. Enc. Redemptor hominis (4 de
marzo de 1979), 14; AAS 71 (1979), 284-285. 2.
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 1. 3-5. Ib., 22. 6. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
Dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11. 7.
Gaudium et spes, parte II, cap. 1. 8. Rituale Romanum, Ordo
celebrandi matrimonium, n. 74, editio typica altera, 1991, p. 26. 9.
Cf. Exhort. apost. Familiaris consortio (22
de noviembre de 1981), nn. 79-84: AAS 74 (1982), 180-186. 10. Cf. nota 8.
11.
Gaudium et spes, 48. 12. Exhort. Apost. Familiaris consortio (22 de noviembre de
1981), 69: AAS 74 (1982), 165. 13. Gaudium et spes, 24. 14. Ritual
del matrimonio, Escrutinio, n. 93 (ed. 1970). 15.
Familiaris consortio, 28. 16. Cf. Pío XII, Cart. Enc. Humani generis (12 de
agosto de 1950): AAS 42 (1950), 574. 17.
Gaudium et spes, 24. 18-19. Ib. 20.
Confesiones, I, 1: CCL 27, 1. 21. Gaudium et spes, 50. 22. Ritual del
matrimonio, Consentimiento, n. 94 (ed. 1970). 23.
Ib. 24. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 5, a. 4, ad 2. 25. Gaudium
et spes, 24. 26.
Cf. Cart. Enc. Sollicitudo rei socialis (30 de diciembre de 1987), 25: AAS 80
1988, 543-544. 27. Redemptor hominis, 14; cf. Cart. Enc. Centesimus annus (1 de
mayo de 1991), 53: AAS 83 (1991), 859. 28. Adversus haereses, IV, 20, 7: PG7,
1057; Sch 100/2, 648-649. 29. Centesimus annus, 39. 30. Sollicitudo rei
socialis, 25. 31. Cf. Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae (25 de
julio de 1968), 12: AAS 60 (1968), 488-489; Catecismo de la Iglesia Católica, n.
2366. 32.
Gaudium et spes, 24. 33. Cf. Homilía en el rito de clausura del Año
Santo (25 de diciembre de 1975); AAS 68 (1976), 145. 34.
Gaudium et spes, 22. 35.
Cf. Ib. 47. 36. Summa Theologiae, I, q. 5, a. 4, ad 2. 37. Ib., I-II, q. 22.
38. Lumen gentium, 11,
40, 41. 39. Ritual del matrimonio, Escrutinio, n. 93 (ed. 1970). 40. Código de
derecho canónico, can. 1055, &1; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1601.
41.
Gaudium et spes, 74. 42. Centesimus annus, 57. 43. Cf. Cart. Enc. Laborem
exercens (14 de septiembre de 1981), 19: AAS 73 (1981), 625-629. 44. Cf.
Adversus Haereses, III, 10, 2: PG7, 873; Sch 211, 116-119; S. Atanasio, De
incarnatione Verbi, 54: PG 25, 191-192; S. Agustín, Sermo 185, 3: PL 38, 999;
Sermo 194, 3, 3: PL 38, 1016. 45.
Gaudium et spes, 24. 46. “Uno en cuerpo y
alma” (“Corpore et anima unus”), como puntualiza con una feliz expresión el
Concilio: ib., 14. 47.
Cf. Ib., 22. 48. Cf. Lumen gentium, 56-59. 49. Cf. Pont. Cons. para
las Comunicaciones Sociales, Inst. Past. Aetatis novae, (22 de febrero de 1992),
7. 50. En la liturgia de la fiesta de los Santos Inocentes, que se remonta al
siglo V, la Iglesia—con palabras del poeta Prudencio (+405)-- los recuerda como
“flor de los mártires que, en el mismo amanecer de su vida, el perseguidor de
Cristo arrancó, como arranca la tormenta las rosas apenas florecidas”. 51. S.
Atanasio, De incarnatione Verbi, 54: PG 25, 191-192. 52.
Cf. Veritatis splendor, 84. 53. Dichos de luz y amor,
59. 54.
B. Pascal, Pensées, Le mystée de Jesús, 553 (ed. Br.). 55. Cf. En particular,
Gaudium et spes, 47-52. 56. Especial atención
merece el Discurso a las participantes en el Congreso de la Unión Católica
Italiana de Comadronas (29 de octubre de 1951), en Discursos y Radiomensajes,
XIII, 333-353. 57. Discurso de los miembros del “Consilium de Laicis” (2 de
octubre de 1974); AAS 66 (1974), p. 568. 58.
Lumen gentium, 40. 59. Cf. Card. Stefan Wyszynski, Rodzina
Bogiem silna, Homilía pronunciada en Jasna Gora (26 de agosto de 1961).
60.
Lumen gentium, 15. 61. Cf. Ib., 16.